Como cada año, y desde hace 37, me asombra que el 12 de octubre las redes se llenen de mensajes felicitando el 'Día de la Hispanidad', porque desde 1987 una Ley prescindió de tal denominación dejándola en el más escueto “Día de la Fiesta Nacional de España”. Algunos me dicen que mi pasmo es consecuencia de un exiguo patriotismo y que se me ve mucho un plumero favorable a las tesis tontiloquistas del ex presidente mexicano Andrés López Obrador.
No sé, pero lo cierto e indubitable es que ese día, hispano o metropolitano, se celebra un desfile de tropas en el que la máxima autoridad del país, Rey y Jefe del Estado, preside el ritual en el que se resume la esencia simbólica del amor a la patria: el izado de la bandera nacional, la ceremoniosa interpretación del himno español, la colocación de una corona de laurel en homenaje y ofrenda a los caídos por la patria, y el canto solemne, con idéntico fin, de la canción La muerte no es el final, compuesta por el sacerdote y compositor de canciones litúrgicas Cesáreo Gabaraín Azurmendi, años antes de ser expulsado del madrileño Colegio Chamberí de Hermanos Maristas, tras las numerosas y repetidas denuncias de abusos sexuales a menores.
El caso es que, poniéndome un poco dantesco y comediante, negli sobborghi della fine della mia vita, la patria me sigue pareciendo un concepto harto difuso, enmarañado, borroso, confuso y asociado desde mi infancia a la oda El dos de mayo que el poeta jienense Bernardo López García publicó en 1886 en el periódico madrileño El Eco del País, del que era redactor, y que comenzaba con aquello de: “Oigo, patria, tu aflicción/ y escucho el triste concierto/ que forman, tocando a muerto,/ la campana y el cañón”.
Yendo a doctas definiciones, la Real Academia Española dice que la patria es la: “Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos”, aunque a mí me suena mejor la definición de Ramiro de Maeztu, quizá porque en el Instituto del mismo nombre pasé nueve años de mi vida niña y adolescente: “La patria es espíritu. Ello dice que el ser de la patria se funda en un valor o en una acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan”.
La pasada semana tuve la oportunidad de conocer personalmente, junto al fotógrafo Stefano Marras y a mi hereu, al gran historiador sardo Gianni Mereu, mundialmente conocido por sus hallazgos en torno a la Batalla de Sanluri o “Sabattalle”, librada a finales de junio de 1409 entre los ejércitos de Arborea, uno de los cuatro juzgados independientes en los que la isla de Cerdeña se dividió en la Edad Media, liderado por Guillermo III de Narbona, y el de la Corona de Aragón y Reino de Cerdeña, que acaudillaba Martín el Joven, rey de Sicilia e hijo de Martín I de Aragón, también llamado “el Humano” o “el Viejo”.
Obtuvo el Martín joven la victoria, pero aquesta fue realmente pírrica, ya que, como descanso del guerrero, el líder triunfante inició una relación de alto contenido erótico-festivo con una dama local, “La Bella di Sanluri”, que acabó con las pocas defensas inmunitarias que en él subsistían después de haber contraído la malaria atravesando unos pestilentes pantanos aledaños al sitio del sitio.
En el relajado relato de Mereu y a los pies del castillo de Sanluri aprendí y reflexioné mucho sobre la historia de España y otro tanto de la de Italia.
Con la muerte de Martín “el Joven” se abrió una grave crisis dinástica en la Corona de Aragón, ya que este era el único descendiente de Martín “el Viejo”. Así, el entonces poderosísimo reino de Aragón estuvo descoronado durante un par de años, hasta que se firmó el Compromiso de Caspe, pacto entre el principado de Cataluña y los reinos de Aragón y Valencia, que puso en el trono de Fernando de Antequera, miembro de la familia y dinastía de los Trastámara y, lo que es más importante, regente del reino de Castilla. Cabe preguntarse si hoy existiría España o si su construcción se hubiera dilatado y hubiera tenido un fin similar al de la Torre de Babel, si la pimpante sanluresi y el mosquito Anófeles, en siniestra connivencia, no hubieran dejado al buen Martín para las mulillas.
Por lo que a Italia se refiere, sabía que el Reino de Cerdeña, empezó a ser España gracias a la bula papal de Bonifacio VIII Ad honorem Dei omnipotente Patris de 4 de 1297, y dejó de serlo, primero Corona de Aragón y luego de la ampliada a toda la península, en 1720 y por el Tratado de Utrecht por el que Felipe V, para ser rey de España y primero de la dinastía borbónica tuvo a bien ceder territorios en media Europa. Así, Cerdeña pasó a ser dominio de la Casa de Saboya con capital en Turín, pero en 1860 Saboya y Niza pasaron a formar parte de Francia y el Reino de Cerdeña se constituyó en el germen político y piedra angular de lo que finalmente se consolidaría como Reino y luego República Italiana en 1861. Echando cuentas, Cerdeña fue España durante 423 años y es Italia desde hace 163, lo que convierte casi en elemental la frase de despedida del historiador Gianni Mereu mientras nos estrechábamos las manos: “Los sardos somos mucho más españoles que italianos”.
Desde Sanluri nos trasladamos a Oristano, a unos 50 kilómetros, capital de lo que fuera el Juzgado de Aristano, que entre 1383 y 1404 fue gobernado por Leonor de Arborea, nacida en Molins de Rey, Barcelona, e impulsora de la Carta de Logu, un cuerpo legislativo que entró en vigor en abril de 1395 y que los expertos consideran el germen de todas las Constituciones modernas. Por añadidura, Leonor decidió liberar a los siervos o lieros, para forzar la salida del Medioevo y empezar a construir el modelo de las naciones y Estados modernos.
A unos metros de su monumental estatua recalamos en un bar ameno donde nos enfrentamos a la opción de tomar un vino Cannonau, heredero de la uva garnacha que los aragoneses llevaron a la isla o un Carignano, que ni que decir tiene su origen en el Cariñena que se apoderó de Don Mendo cuando jugaba a las siete y media.
Decidimos la cata de entrambos y en tal estábamos cuando vi que en la portada del periódico regional La Nuova aparecía una llamada con ilustración humorista gráfica de un artículo que contaba que el cura de Oristano va por los bares convencido de que son lugares donde encontrar a Dios, al modo y manera que Teresa de Jesús lo hacía en las cocinas conventuales.
Sentí que tengo muy mucho de sardo y que, como decía Maeztu, la patria es espíritu, y, a ser posible, en compaña de un vaso de bon vino de aquel con el que Gonzalo de Berceo se recompensaba por la tarea de poner en pie una lengua que hoy hablamos, según datos del Instituto Cervantes, 599.405.122 personas, persona arriba, persona abajo. Finalizadas las tres primeras fases, calentamiento del pico, elogio a la amistad, y cantos regionales, alcé mi copa y parafraseé al escudero Sancho Panza: “¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!”.
O sea, que lo dicho: la patria es espíritu y los demás zarandajas y cuentos de camino.