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Las Sores de San Crispín

martes 25 de junio de 2024, 09:46h
San Cristóbal y Santa Bárbara
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San Cristóbal y Santa Bárbara

El pasado fin de semana hemos asistido, discretamente anonadaditos, a una nueva peripecia en la traza argumental de la comedia de enredo cismático de las monjas de Belorado, excomulgadas por el arzobispo de Burgos, tras la declaración formal y por escrito de éstas rubricando que se han separado voluntariamente de la Iglesia católica. Tiempo antes, ya le habían contado a todo el que quería escuchar su relato que no aceptación de la autoridad vaticana a partir de la muerte del papa Pío XII, en 1958, lo que a algunos les pudo hacer pensar que las hermanas se habían situado en un posición mileista à la page, relacionando el ferviente anticomunismo de Giovanni Pacelli (recordemos un acuerdo con Adolf Hitler y otro con Benito Mussolini), con el grito mitinero del presidente de la Nación Argentina Javier Milei, resumido en: “… echar a patadas en el culo a los zurdos de mierda”.

Como agnóstico desde que recuerdo, pero a la vez entusiasta y esforzado estudioso de la fe de mis mayores, que diría Joan Manuel Serrat, presumo que la desafección empezó con el Concilio Vaticano II, que promovió Juan XXIII, el sucesor de Pío XII en la Silla de San Pedro. La convocatoria de aquel vigésimo primer concilio ecuménico, hecha por el Santo Padre el 25 de enero de 1959, estaba llamada a ser uno de los grandes acontecimientos históricos del siglo XX, pero, como contrapartida, dejaría una larga estela de polémicas.

Las reformas litúrgicas que del mismo se derivaron no fue recibida de grado por significativos sectores conservadores de la Iglesia. Que las misas dejaran de ser en latín, decisión por cierto anunciada por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965, debido a que su antecesor había fallecido el 3 de junio de 1963, no le hizo la menor gracia a la antedicha peña, debido a que consideraban que la ceremonia, que tiene el sacramento de la Eucaristía como epicentro, debía oficiarse en una lengua que solo entendieran los sumos sacerdotes, como se había hecho desde siempre, empezando por los religiosos egipcios que rendían culto a Maat, símbolo de verdad, justicia y armonía cósmica, para que día tras día se siguiera celebrando el milagro de la vida.

Pero el verdadero nudo gordiano de la animadversión e inquina fue, cree quien esto escribe, el “Puerta, Camino y Mondeño” del Santoral canónico de íconos de fe popular hondamente arraigada. Cuesta imaginar con el paso del tiempo lo que debió de suponer en nuestros lares para camioneros, taxistas y conductores con placa de “No corras mucho, papá”, que la máxima autoridad eclesiástica les dijera que San Cristóbal, cananeo barbudo y siempre apoyado en un regio cayado para en su día cruzar un río con el mismísimo Jesucristo niño a la espalda, era un simpático invento de un fabulador ignoto. También inimaginable el pasmo de todos los enamorados en el instante en el que se les reveló que San Valentín, hasta entonces médico romano y sacerdote que casaba a los soldados contraviniendo las órdenes del ilírico emperador Claudio II “El Gótico”, era un cuento de camino para entretener a los romeros.

Incredulidad suma entre los fieles ingleses y catalanes, cuando desde las alturas terrenales se les hizo saber que San Jorge y Sant Jordi, en teoría torturado por Diocleciano por negarse a participar en la persecución contra los cristianos, venía a ser un fake del Medioevo. Turbación y desbarajuste psicológico para tantas y tantas abuelas que reconvenían a sus nietos por solo “acordarse de Santa Bárbara cuando truena”, rememorando el momento en que su padre Dióscoro, tras asistir impávido al martirio de su hija, fue víctima de la ira del cielo en forma de tormenta eléctrica que acabó fulminándole, cuando se les informó que la santa a la que por tradición se encomendaban era sueño de una noche de verano.

Aunque la máxima autoridad de la Iglesia sostiene sobre estos y otros bastantes teóricamente “descanonizados” en su momento, que tal cosa no puede hacerse, puesto que la canonización afirma que el santo está en el cielo y goza de la presencia de Dios, y que por añadidura argumentan que la autoridad competente ve con agrado que su fervor, fiestas, romerías y procesiones, se mantengan en los lugares donde la devoción perdure donde los santos y santas sean patronos, la cosa no está del todo clara.

Porque similar desazón y comecome la he sentido en mis carnes ajadas tras la recalificación o descanonización laica de alguien, Hércules, cocinero personal de George Washington, retratado en una magnífico lienzo por Gilbert Stuart, el autor del inacabado y celebérrimo retrato del pionero presidente de los Estados Unidos de América. El cuadro del considerado como primer gran chef del país entonces naciente colgaba de las paredes del Museo Thyssen Bornemisza como parte de su selecta colección, hasta que en noviembre de 2015 fue cedido en préstamo para que luciera en el comedor de la Embajada USA en Madrid, a petición del plenipotenciario de Estados Unidos en España, el diplomático James Costos. Allí estuvo seis meses, para emprender después viaje a Mount Vernon, Virginia, donde sería exhibido en la mansión que fue propiedad en vida del señor que aparece en los billetes de un dólar.

Pero héteme aquí, que la pintura fue concienzudamente analizada y finalmente se concluyó que la imagen no era de un cocinero, ya que el gorro típico de los chefs fue invento muy posterior, ni el retrato había salido de los pinceles del gran Stuart. Así, tras el agitado periplo el cuadro regresó al Thyssen, donde ahora se puede contemplar sobre una cartela que otrora decía Presunto retrato del cocinero de George Washington que ahora se ha quedado en Retrato de un hombre, sin fecha, de artista desconocido.

Mount Vernon en época de Whasington y en la actualidadIntolerable me parece poco, máxime cuando existe la atrevida y muy atractiva teoría de que Hércules se escapó de Mount Vernon para colarse en un galeón-patera que le condujo a Coruña, y que de allí se trasladó a Madrid para protagonizar una gesta independentista que le llevaría a convertirse en personaje central del cuadro El 3 de mayo en Madrid, de Francisco de Goya.

Con todo, lo verdaderamente inadmisible y ultrajante del asunto fue la eliminación en el Santoral de San Crispín, y no solo por la predicación, junto a su hermano Crispiano, de la fe cristiana entre los galos en tiempos del emperador Maximiliano, sino por la arenga que el rey inglés dirigió a sus menguadas y exhaustas tropas antes de la batalla de Agincourt, contra los franceses y el día de San Crispín. Discurso que William Shakespeare sublimó en el drama Enrique IV y que Kenneth Branagh recitó de manera inolvidable y grandiosa en la película del mismo nombre. Aquella excepcional y emocionante soflama terminaba diciendo: “… quien vierta hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición. Y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra se considerarán malditos por no estar aquí, y será humillada su nobleza cuando escuchen hablar a uno de los que haya combatido con nosotros el día de San Crispín”.

Glorioso. Y ojo, que como el Vaticano se mantenga en sus trece, estaremos ante algo serio y es probable que las monjas ex clarisas y refitoleras de fama estén pensando para sus adentros que, además de arreglarles el espinoso asunto inmobiliario, o se les repone a San Crispín o van a ver guerra. Quizá cruenta.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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