En estos días, se cumplen 72 años de la muerte de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, bastante más conocido como Iósif Stalin o José Stalin. No tengo memoria alguna de aquel 5 de marzo de 1953, porque no había cumplido aún los tres años, pero sí que recuerdo vívidamente un artículo que el periodista y representante del altermundismo pesimista Eduardo Haro Tecglen publicó en el número de marzo de 1978 en la revista Tiempo de Historia. Para entonces yo ya era un mocito de veintiocho abriles y acababa de licenciarme en Ciencias Políticas y Sociología, lo que consideraba me capacitaba para cavilar si el dictador Francisco Franco, que había rendido la vida ante el Altísimo tres años antes, había sido, además de todos los terroríficos ademases, un perfecto mentecato o un refinado humorista. Cuestión que, ya en el arrabal de senectud, me sigue intrigando.
Contaba Eduardo que, a la muerte de Stalin, el Ministro de Información y en su momento ferviente germanófilo Gabriel Arias Salgado, dio órdenes precisas sobre el tratamiento que la prensa debía darle al asunto, señalando el número de columnas a la que debía titularse la noticia y la cantidad de fotos con la que procedía ilustrarla. La cantidad de información no tenía por qué indicarla, ya que no podía utilizarse más fuente que la ofrecida por la Agencia EFE, ni qué decir tiene, controlada férreamente por el gobierno.
Poco tiempo después, el Generalísimo recibía en su palacio de El Pardo a una comisión de periodistas, que, tras agradecerle todos sus ímprobos y muy loables esfuerzos en pro de la dignificación de la profesión (sic), dejaron caer ante su excelencia su compartida inquietud ante la sensible bajada de compra de periódicos.
En realidad, la cosa no tenía demasiado misterio. De un lado, la emergente competencia de los seriales radiofónicos de la Sociedad Española de Radiodifusión o Cadena SER, que habían irrumpido ciclónicamente en los gustos y preferencias populares, y de otro las limitaciones asfixiantes que imponía la censura, hacían muy complicada la anterior superioridad y preeminencia de la prensa escrita. De lo segundo no se podía hacer mención ante el
Caudillo y sobre lo primero parecía improcedente entrar a juzgar los valores intrínsecos del serial que hacia furor en aquellos días, Lo que nunca muere, que, con guion de Luisa Alberca y Guillermo Sautier Casaseca, interpretaban Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa, los padres de Periquín durante dieciséis años, acompañados de Juanita Ginzo, Teófilo Martínez, Eduardo de la Cueva y Carmen Mendoza, que, milagrosa y maravillosamente aun nos vive.
Así las cosas, cuenta Haro que el Generalísimo cogió por la calle de en medio y empezó a reconvenir a los presentes y a sugerirles que quizá se habían dormido en los laureles y no informaban de las cosas que podía interesarle al gran público. Para ilustrar su punto de vista puso el ejemplo de la reciente muerte de Stalin que, a su entender, la prensa no había cubierto con la amplitud y gracejo que el acontecimiento requería. Continuó su lección sobre teoría de la comunicación explicando que el sabía de buena fuente que el líder soviético trataba de disimular su corta estatura poniéndose alzas en las botas y a ello añadió otras sandeces de las que le habían ido informado miembros de su corte de ágrafos tiralevitas.
No se sabe si la comisión superó, aunque solo fuera por un pelín, su capacidad de asombro, porque Franco ya les había explicado que la supuesta prueba nuclear soviética del 29 de agosto de 1949 no había sido más que una explosión provocada por una cantidad inmensa de trilita, con la que, Rusia siempre culpable, había tratado inútilmente de engañar al mundo libre.
Decía nuestro articulista que aquellos cósmicos dislates tenían un punto de partida incontestable y era este la consideración de la URSS como: “… un inmenso territorio de nieve y barro, hundido en la pobreza, y que la doctrina comunista había cavado con toda posibilidad técnica, científica y cultural”.
Esta visión informaría las declaraciones de Pedro Gómez Aparicio, el comentarista oficioso de política internacional del régimen, que, en octubre de 1957, explicaba que la puesta en órbita del primer satélite espacial de la historia y su “bip, bip, bip” no era más que una grosera superchería emitida por una emisora de radio normal y corriente.
Ante la fuerza de la evidencia era preciso explicar aquel contrasentido de alguna manera y así lo hizo el ya mentado Gabriel Arias Salgado en la sobremesa de un almuerzo en el club de prensa de Pinar, la misma calle madrileña donde se ubicó aquella Residencia de Estudiantes que en la Segunda República recibió a toda la inteligencia mundial, entre la que se incluyeron, entre otros muchos, personajes como Albert Einstein, Marie Curie o Howard Carter. Eduardo Haro estuvo presente en aquella surrealista tertulia y cuenta que, más que menos, el dilecto cargo les dijo: “Stalin viaja con frecuencia y no se dan explicaciones de adonde va. Pero nosotros lo sabemos. Se va a la Republica de Azerbaiyán, y allí, en un pozo abandonado de las perforaciones petrolíferas, se le aparece el Diablo que surge de las profundidades de la tierra. Stalin recibe las instrucciones diabólicas sobre cuanto ha de hacer en política. La sigue al pie de la letra y eso explica sus éxitos pasajeros”.
También narra el cronista que tras aquella simpática entrevista con Franco, los periodistas se atrevieron a sugerirle al Ministro de Información la cortapisa que para ellos suponía le férrea censura. Don Gabriel, que ya se esperaba la impertinente cuestioncita, respondió presto: “Es posible que la censura pueda hacer algún daño a la prensa y a los periodistas, pero a cambio les brinda mucho bien. Tengo datos concretos. Por ejemplo, desde que en España se implantó la censura ha descendido vertiginosamente la masturbación”.
Pues eso, que hace setenta y dos años que murió Stalin y cincuenta que falleció Franco, el alma de aquella corte de sangrientos majaderos que aún hoy desconocemos si eran unos imbéciles de libro o unos cómicos de la legua. Los aniversarios sirven para darle vueltas a estas cosas.