Ante la inminencia de la fiesta de San Isidro, parece oportuno dedicarle un recuerdo que se aleje un poco, lo justo para bailar un chotis, de lo estrictamente castizo, porque, además de patrón de Madrid y de los agricultores, lo es de otras veinte localidades españolas y de una docena en Iberoamérica. Por otra parte, Isidro es un santo extremadamente peculiar, único e irrepetible, en su condición de zahorí, mozárabe y experto en temas agrícolas.
Sobre esta tripleta de singularidad, digamos que zahorí es aquel que posee capacidades radiestésicas, para, con la sola ayuda de una varilla o un péndulo, detectar la existencia de aguas subterráneas. Aunque la técnica sea una pseudociencia, no se descarta que haya individuos con un “don natural”, como parece que fue el caso, para interpretar empíricamente elementos paisajísticos y geológicos. En lo que se refiere a su condición de mozárabe, se hace referencia a los cristianos de origen visigodo que habitaban las tierras que fueron conquistando los musulmanes, quienes les permitieron mantener su fe y cultos, aunque con estrictas limitaciones de ascenso en la escala social y el sometimiento a gravámenes especiales; situación que, cuando tropas cristianas reconquistaban sus territorios, no mejoraba, ya que los nuevos señores pagaban con tierras a los caballeros y nobles que les habían ayudado en la empresa, dejando a los sufridos mozárabes con un palmo de narices, lo que explica que el pobre Isidro fuera condenado de por vida a ser aparcero o arrendatario al servicio de un notable. Por último, ser experto en temas agrícolas no era cosa baladí en su tiempo, ya que estos conocimientos se transmitían oralmente de padres a hijos y habría que esperar hasta el siglo XVI para que aquel acervo se pusiera por escrito, con obras pioneras como fue el tratado Agricultura General, publicado en 1513 y del que fue autor el clérigo de la Universidad de Alcalá Gabriel Alonso de Herrera.
Isidro nació en el arrabal de San Andrés, hoy parte del barrio de La Latina y centro histórico de Madrid, en 1082, tres años antes de que el Mayrit musulmán dejara de ser parte de la taifa de Toledo, pasando a ser dominio de Alfonso VI, rey de León, Galicia y Castilla.
No sabemos cuando, pero mozo, contrajo nupcias con Maria Toribia, que también alcanzaría la santidad con el nombre de María de la Cabeza, y ambos se pusieron al servicio y arrendamiento del caballero Juan de Vargas. En algún momento y obligados por la inestabilidad y riesgo que periódicamente amenazaba a Madrid, tierra entonces de frontera, se trasladaron a las posesiones que Vargas tenía en Torrelaguna, a unos sesenta kilómetros de la capital. Allí les nació Illán, el travieso chiquillo que, ya de nuevo en la capital, se cayó al pozo de la casa, obligando a papi a realizar unos de sus más afamados milagros. Hecho sobrenatural y prueba de la divina providencia, que tendría continuación en el descubrimiento de pozos tan notables como el de la Fuente de San Isidro, en la actual Ermita del Santo, el de la ermita de Santa María de la Antigua, en Carabanchel, y el del subsuelo de la capilla de la Inmaculada de la Colegiata de San Isidro.
Y así fue pasando su vida, hasta el 30 de noviembre de 1172, cuando el labrador entregó su alma al Altísimo, siendo enterrado en el cementerio de la Iglesia de San Andrés, en el arrabal que le vio nacer. Quinientos cincuenta años después, fue canonizado por el papa Gregorio XV, el 12 de marzo de 1622.
La santidad de Isidro presenta dos anomalías trascendentales en su tiempo: el no pertenecer a una clase social nobiliaria o eclesiástica, y un modelo de vida dedicada al trabajo y la familia, muy alejada de los valores contemplativos y de meditación que representaban la más alta cotización en la Iglesia a la hora de evaluar la plenitud de la vida cristiana. Respecto a la primera singularidad o rareza, la vida del labrador, poco o nada tuvo que ver con la de otros santos de su tiempo. Ejemplificando con dos de los once santos españoles del siglo once, cabría citar a Santo Domingo de Silos (1000-1073), Abad de la orden de los benedictinos y a Santa Oria de San Millán (1043-1070), monja también benedictina. De su biografías sabemos gracias a Gonzalo de Berceo, uno de los máximos representantes del mester de clerecía y principal artífice de la lengua castellana, que ya se ocupaba de ellos un siglo después de su paso por este valle de lágrimas. Sin embargo, todo lo que sabemos de Isidro en documentación relativamente próxima a su tiempo está recogido en un documento encontrado por casualidad en 1504 en la madrileña Iglesia de San Andrés y que se conoce como Códice de San Isidro. El texto, titulado Ysidorus Agricola y probablemente escrito alrededor de 1275, es de autor anónimo y redactado en latín medieval. Consta de 25 pergaminos agrupados en tres cuadernos, donde se aportan los datos de que era casado, con un hijo y facedor de cinco milagros, lo que lleva a pesar que todos los demás que se le atribuyen, hasta cuatrocientos, fueron añadidos por imaginativos hagiógrafos durante el proceso de beatificación. Los de salida fueron el del molino, en el que Isidro multiplica el trigo para alimentar a palomas hambrientas; el de los bueyes, sin duda el más popular hasta nuestros días, en el que los bovinos de tiro se las apañan solos en las faenas agrícolas mientras el santo está en oración; el de unos niños que le alertaron de que un lobo anda rondaba a un burro y el rezó eficazmente para que no ocurriera un fatal accidente; el de la olla, en el que multiplica la comida a imitación de Jesús; y el de la Cofradía, que narra su intervención para que llueva en primavera sobre los campos sedientos.
Aunque no fue canonizado hasta el siglo XVII, los madrileños le rendían culto desde el XII, lo que nos indica, que su vida, obra y milagros, basculan entre los modelos de santidad islámica y cristiana, que se corresponderían con una población variopinta que aceptaba disciplinadamente los cambios derivados de la fortuna de los contendientes en guerras, tratados y acuerdos, pero sin renunciar a sus creencias y patrones de vida. Desde este punto de vista, Isidro habría sido un ejemplo de mestizaje cultural, conciliador y referente de concordia. La historiadora e investigadora del CSIC Matilde Fernández Montes, trata de establecer un paralelismo entre la figura cristiana de santidad que consiste en unirse a Cristo, viviendo como hijos de Dios, con la gracia del Espíritu Santo y buscando la perfección en la caridad, con la del wali islámico, “protector” o “ayudante” musulmán, muy popular en el periodo de referencia y del que formaron parte campesinos y marginados. Así, según su tesis, bien hubiera podido ser Isidro un santón de origen bereber que vivió a caballo entre el Mayrit musulmán y el cristiano, cuyo liderazgo moral fue asumido por los conquistadores. En apoyo de esta atrevida tesis, hay que decir que el milagro de los bueyes que aran solos el campo mientras el labrador reza, tiene abundantes correlatos anteriores en hagiografías islámicas, a los que los cristianos habrían añadido unos ángeles conduciendo la yunta.
Sea como fuere, lo cierto es que
Ysidorus Agricola fue un hombre de bien, temeroso, de Dios, de vida familiar, perfectamente integrado en una comunidad variopinta y amigo de hacer favores. Lo que se dice un santo castizo y un tronco flipante y chipén.