El hombre que ha perdido todas las elecciones a las que se ha presentado desde aquella que intentó ganar haciendo trampas en las urnas, vive en el ensueño del espejismo. Se cree más y mejor, se cree que no lo vemos, que sus intenciones son invisibles y que la verdad es la que él enuncia con sus palabras.
Los buitres son animales gregarios, en raras ocasiones se ve a individuos aislados carroñando por los campos. De habitual, van en bandadas pequeñas, seis u ocho ejemplares. El jefe del clan marca la pieza desde lo alto y los secuaces la rodean volando raso. Entonces se hacen con el botín. A pesar de su envergadura, a pesar de su musculatura imponente y de su pico estriado y puntiagudo que penetra la carne con facilidad y la desgarra al salir, el buitre es cobarde. No obstante, es peligroso, solo o en compañía de otros.
No hagas trampas a un tramposo y el tramposo siempre hace trampas. Son dos preceptos del jugador profesional. El jugador profesional, al contrario del advenedizo, es frío, minimiza el riesgo y apuesta con coherencia.
El advenedizo, el que una vez ganó el campeonato de poker de su pueblo y llegó a concejal, se viene arriba y se planta a jugar en la capital, convencido de su superioridad en el manejo de los naipes, sabedor de las líneas rojas de los otros contendientes y de la ceguera de una parte no desdeñable del público. Como el buitre, tiene su clan de compinches: el que da el agua, la que ojea las cartas ajenas, el tonto que rompe un vaso con estruendo distrayendo la atención, la que enseña las tetas mientras el tahúr marca las cartas y hasta el garitero que cierra el local media hora antes.
El tramposo no juega, hace trampas. Jugar es cumplir las reglas, ganar con grandeza y perder con honor. Cuando el tramposo se sienta a la mesa, retuerce los comportamientos al uso, manipula árbitros y rompe los límites de sus enemigos. Para el tramposo, los rivales no pueden ser otra cosa que enemigos ya que él no juega, el utiliza sus dedos ágiles para sacar al descuido un siete de tréboles inesperado o una nueva interpretación de las reglas aclamada por su clan de paniaguados. Donde los rivales ven con extrañeza la aparición sospechosa de un naipe afortunado, los acólitos ven la grandeza de un líder; donde los demás ven a un ventajista, ellos contemplan a un estratega; donde los demás vislumbran un rey ladino en pelota picada, ellos ven un prócer de la historia.
En las barcazas a vapor del Mississippi, a los tramposos solía ocurrirles de todo, no siendo infrecuente acabar bajo las palas afiladas de la gran rueda motora. Cuando en el far west, la cosa no mejoraba: se les derramaba pez hirviendo sobre la cabeza hasta embadurnarlos enteros y después se les hacía caer encima un par de sacos llenos de plumas sanguinolentas de gallinas y palomas. Al dolor de las quemaduras graves causadas por la pez, se unía la humillación completa y pública ante el cuerpo social del fullero. Después moría de la infección o las quemaduras.
Porque se puede ser mal gobernante, o tomar decisiones equivocadas, o hacer algo en el convencimiento íntimo de que es lo correcto y errar. Se puede acertar siendo de derechas y se puede acertar siendo de izquierdas. Y se puede fallar siendo de derechas y se puede fallar siendo de izquierdas, pero a todos los gobernantes se les pide un mínimo de fiabilidad y la defensa cabal de principios elementales como la igualdad ciudadana, la seguridad jurídica de la nación, el Imperio de la Ley o la credibilidad de las instituciones, principios rectores en los que debe basar el ejercicio de su función. Y es que se nos olvida lo elemental: el gobierno es un instrumento para el bien común.
El tramposo no cree en esto porque no ha venido para jugar, sino para esquilmar a sus contrincantes. Subirá la apuesta si con ello su secreto permanece a salvo. Sobornará al árbitro o amenazará al crupier o cambiará la baraja o cortará la luz o repartirá su botín con el jugador que se haya dado cuenta de sus mañas, acaso tramposo él mismo, Puigdemont de tugurio que muestra las cachas de nácar de su Colt 45 y, mirando al tramposo, parece decirle A este revólver lo llaman el igualador de hombres. Y te estoy apuntando a los güevos. Entonces el tramposo se revuelve y es peligroso, solo o en compañía de otros.