En la mejor tradición del viejo Oeste americano, el que retrataron con verdadera fascinación las miradas de John Ford, Fred Zinnemann, Henry Hathaway, George Marshall o, ya en nuestros días Clint Eastwood (Sin perdón, 1992), la centenaria piel de toro ha asistido en este tórrido verano 2024 a un episodio que bien podría encuadrarse en aquel Far West de nuestros sueños infantiles y juveniles. Un hombre, reclamado por la justicia y buscado con falso ahínco desde hace más de siete años, vuelve a la tierra que le vio nacer (España, aunque a nuestro héroe le cueste pronunciar el término sin recargarlo de desdén y hasta de odio). Su llegada es anunciada por tierra, mar y aire. El alcalde de Barcelona le monta un estrado, megafonía y demás, en un espacio que pueda dar cabida a unos cuantos miles de seguidores. La policía autonómica, los Mossos d’Esquadra, en número de 300 al decir de los medios asistentes, monta un operativo que le permita detenerlo discretamente, una vez concluida su medida arenga al respetable.
Pero, hete aquí que, terminada su intervención, en medio de algún revuelo y extrañas concentraciones de algunas decenas de los allí asistentes, nuestro héroe desaparece, como si de un ejercicio de escapismo en la mejor tradición del mago Harry Hoodini se tratase. Ni rastro del personaje. Los carteles de “WANTED” no pueden arrancarse aún de los tablones públicos porque el forajido ha conseguido evaporarse y sin dejar rastro, ante los atónitos ojos de policías, medios de comunicación y algunas autoridades autonómicas, que también acudieron a la cita pública exentos de rubor y sobrados de desparpajo y altanería…
El forajido (seguro que a estas alturas ya le ha puesto nombre y apellido), no es otro que Carles Puigdemont, el hombre de Waterloo. Ese hombrecillo de largo flequillo que, a veces, le hace parecerse a un simpático loco sacado de algún frenopático de la vecindad, y que más que a peligro huele a chanza, a cachondeo autóctono, del que uno siempre espera que por su boca salga una provocación, una invectiva más descarada que la última. Y, una de dos: o la policía catalana es la de la señorita Pepis, el CNI el de Mortadelo y Filemón, agentes de información, y la Policía Nacional y la Guardia Civil, que ni estaba ni se le esperaba por la decidida voluntad del gobierno de la nación, al final han mostrado con su ausencia que sin ellos Cataluña es un cachondeo.
Una semana después, aún con la boca abierta por el esperpéntico espectáculo, la opereta de barrio, a uno no se le ocurre otra cosa que aquel veni, vidi, vici y fugit, (añadimos nosotros) del clásico para resumir un agravio, una denigración patente de las instituciones españolas y un episodio tan corto como claro del nivel de emborronamiento de la situación política en el que ha desembocado la última cesión de Sánchez al independentismo de ERC para situar al frente de la Generalitat a uno de los suyos, Salvador Illa.
La representación pudo llevarse a cabo. De puertas adentro, en el Parlamento catalán, nombrando en voz alta a Puigdemont para que pudiera darle el “no” al candidato, aunque el silencio fue la respuesta elocuente del fugitivo expresident. Y, de puertas afuera, con el beneplácito de los negociadores del nuevo concierto económico catalán, a través del esperpento televisado y radiado en vivo y en directo a los cuatro puntos cardinales del mundo, para subrayar con toda la pena que más bajo no puede caer la dignidad del Estado español.
Y, después de terminado el lamentable espectáculo, un hombre sigue quedando
Solo ante el peligro, como
Will Kane (
Gary Cooper)
, el joven sheriff de aquel pequeño pueblo que acaba de contraer matrimonio con la joven
Amy (
Grace Kelly) y, apenas terminada la ceremonia, conocen que vuelve al pueblo
Frank Miller, un criminal al que
Kane había llevado a la cárcel, que regresará al pueblo en el tren del mediodía. El sheriff, de pronto, se ve abandonado por todos y tiene que hacer frente al forajido sin más ayuda que su valor y su sentido del deber. Hoy
Kane es el juez
Pablo Llarena, el magistrado del Tribunal Supremo, que sigue haciendo frente a tirios y a troyanos para intentar que la ley siga dominando las reglas de juego de una democracia cada día más débil y descafeinada. Y entre tanto, el gobierno en pleno guarda un silencio atronador ante una situación que ha puesto una vez más a España en el centro de un escenario que da cabida a una nueva comedia dramática, a un esperpento valleinclanesco que dibuja una mueca sardónica en quien lo contempla. Todo sea por derribar de una vez por todas la única institución a la que todavía se le puede aplicar el término constitucional de poder independiente, y que el juez
Llarena (probablemente a su pesar), encarna con la dignidad y la responsabilidad que también debieran tener los otros poderes proclamados en la Constitución del 78. O, más bien, lo que va quedando de ella.