Joaquín Leguina, en su columna del 24 de octubre en Theobjetive.com se preguntaba a sí mismo “si uno puede decirse socialista, o simplemente demócrata, viendo a tu partido meterse en la cama con una cuadrilla de izquierdistas que apoyan más a Putin que a los ucranianos, más a Hamás que a los israelíes, cubiertos -eso sí- con las mantas con las cuales les arropan los enemigos de España y de su Constitución, empezando por el PNV y siguiendo con un asesino como Otegi y unos golpistas como los de ERC o Junts”. Yo creo que sí. Y voy a intentar aportar algún argumento que otro al que fuera Presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid. Argumentos que, por otra parte, él conoce mucho mejor que yo, lo que pasa es que le duele también mucho más poner palabras a la realidad que vive el más que centenario PSOE. Y es que con Pedro Sánchez como Secretario General el partido ya es otra cosa. Estamos a la espera de que quizás algún día de estos se oficialice lo que en la calle ya es un clamor, que este PSOE es más el Partido Sanchista que el viejo PSOE, Partido Socialista Obrero Español, un partido que ya no lo conoce “ni la madre que lo parió” y que si Pablo Iglesias -su fundador, no el compañero de viaje homónimo que no iba a dejar dormir a Sánchez si lo tenía en el gobierno-, levantara la cabeza, volvería inmediatamente a su tumba al ver el panorama de contradicciones en el que está sumido el partido que él mismo fundara en Casa Labra el 2 de mayo de 1879.
No son ya las ideas, los principios, los ideales socialistas quienes marcan la hoja de ruta del partido de Iglesias al que Felipe González, un siglo después, elevara a sus máximas cotas de poder y de apoyo populares. Hoy, y por el contrario, el partido está en su peor momento en las urnas, pero tiene al frente a un Secretario General sin escrúpulo democrático alguno y dispuesto a lo que sea con tal de mantenerse en la Moncloa. Y, por supuesto, a pactar con cualquiera y a venderse por un puñado de votos en el Congreso de los Diputados (léase Junts, Bildu, ERC, PNV, Podemos o Sumar).
Anuladas de hecho prácticamente la totalidad de las instituciones del Estado, comenzando por la paralización de un Congreso que, al menos teóricamente, no debiera cerrar sus puertas ni siquiera en estado de guerra, y terminando por el Tribunal Constitucional que su Presidente, Cándido Conde Pumpido, tiene bien amarrado (“atado y bien atado”, que decía el otro), tras aquel fructífero entrenamiento de “mancharse la toga con el polvo del camino” que ejercitase con maestría ejemplar durante años cuando ocupaba la titularidad de la Fiscalía General del Estado.
Quizás todo esto lo sintetice con el mismo brillo que dolor esa imagen que inmortaliza para la historia al primer presidente de un Gobierno de España que se fotografía –estrechón de manos incluído–, con representantes de Bildu, después de sentarse, aceder una vez más con los camaradas de los asesinos de sus compañeros de filas en los años duros de ETA, los de plomo, los de sangre inocente para forzar al Estado (franquista primero, democrático después), a claudicar a sus pretensiones. Repito, todo vale para mantener el sillón de Moncloa. No basta con agachar la cabeza ante un prófugo de la justicia, Puigdemont, con asegurar a Junts y a ERC que habrá amnistía y referéndum de autodeterminación que, además, hay que blanquear políticamente con el detergente más caro de la historia, a los etarras en activo y a sus herederos intelectuales. No sería sorprendente sino, incluso hasta comprensible que lo hiciera, si estos hubieran pedido perdón a sus víctimas y reconocieran su error, pero no es así. Como tampoco el prófugo de Waterloo va a reconocer nunca que los acontecimientos que desembocaron en aquel octubre en Cataluña fue una locura que no llegaría a ningún sitio…. Claro, hasta que un aspirante a revalidar su condición de Presidente del Gobierno se viera obligado a pedir perdón a todos los acusados y condenados por aquella ilegalidad manifiesta, aunque eso conlleve la desautorización del mismo Tribunal Supremo del Estado.
Ni son las mayores ni, posiblemente, serán las últimas afrentas públicas que seguiremos viendo todos los españoles. Al menos, todas estas ignominias van a quedar estupendamente documentadas para los historiadores del futuro. Serán ellos los encargados de documentar cómo es posible dar la vuelta al calcetín de la democracia sólo a base de eufemismos y palabras inventadas que blanqueen una realidad que, por lo demás, al común de los ciudadanos de nuestros días les importa una higa, al menos mientras esa realidad les permita seguir tomando cañitas al sol de la eterna primavera en la que se diría que vivimos.