Si fútbol es fútbol, como dijo Boskov, aquel viejo y sabio entrenador del Real Madrid, España es España, que hoy diría cualquier observador imparcial de esta realidad extraña, incomprensible, casi distópica que hoy vive este país.
Y digo esto porque, uno que nunca se ha tenido por nacionalista, ni provinciano, ni siquiera ensalzador oficial de las bondades incomparables de su patria chica, hoy ya echa hasta de menos que la enseña nacional —léase bandera—, se vea lucir más allá del despacho oficial del jefe del estado, S.M. el Rey.
Hace falta que las competiciones internacionales del deporte rey se multipliquen hasta el infinito a ver si así resurge la conciencia de identidad española —apréciese que no digo nacionalismo—, en un país en dónde hasta al mismo gobierno le cuesta pronunciar el nombre de España.
Muy al contrario de lo que sucede en cualquier otro país de cualquiera de los cinco continentes. Por eso cuando uno ha visitado —pongamos por caso—, Estados Unidos, Honduras, Argentina, Brasil o Uruguay en América; Francia, Italia, Portugal, Reino Unido, Alemania, Suecia Austria o Hungría, en Europa; Marruecos o Egipto en el Norte de África; China, India o Arabia, en Asia, o Australia y Nueva Zelanda en las antípodas de nuestro país, contempla con verdadera envidia la profusión de enseñas nacionales que pueden verse en todos esos países por doquier: edificios oficiales, estadios, plazas, incluso edificios religiosos y balcones de domicilios privados. T
odo el mundo parece estar orgulloso de ser quién es, de pertenecer a su país, salvo el ciudadano español que ni siquiera se atreve a lucir su emblema nacional ni siquiera de la forma más discreta y mínima posible (gemelos, correa del reloj, pin…), porque no quiere meterse en líos con los depositarios de las esencias patrias de uno y otro lado.
Hace falta, digo, que España alcance la final de la Eurocopa, pongamos por caso, para que a la gente no le dé corte llevar su bandera al estadio correspondiente, a las plazas dónde sus ayuntamientos han tenido la idea de colocar una gran pantalla el día de la semifinal con Francia (en la capital de la nación, en el Puente del Rey, Madrid Río), o en la pronta final contra Países Bajos o Inglaterra, porque a estas alturas del partido, a la España de Lamine Yamal y Nico Williams ya le da lo mismo la identidad de su rival en Berlín…
Y, como siempre, más allá de cualquiera de los veinticinco jugadores de la selección española, el gestor de un milagro más sorprendente que el de los panes y los peces para que todo un país salga del armario, olvide sus pequeñas o grandes diferencias, incluso las dificultades para poder seguir comiendo día a día, hacer frente a sus hipotecas, o dejar de pensar por un momento en cómo va a pagar los libros del cole de los peques, tiene nombre y apellidos.
Se trata de Luis de la Fuente, el sustituto de Luis Enrique al frente de la selección española de fútbol. Hombre sereno, relajado, sonriente, humilde, trabajador, nada petulante, que huye del protagonismo y siempre queriendo llevar un poquito más allá a sus jugadores, independientemente del resultado final de cada encuentro.
Justamente lo contrario que su antecesor en el puesto que siempre estaba un escalón por encima de jugadores, directivos, prensa y aficionados, razón por la cual es muy posible que hoy esté entrenando al Paris Saint Germain.
Lo cierto es que, por una u otra causa, la tarde noche del martes 9 de julio, fecha de la celebración de esa primera semifinal de la copa de Europa de Fútbol, las calles de Bilbao, Málaga, Barcelona, León, Albacete, Cádiz, La Coruña o Murcia estaban inmensamente vacías.
Todo el mundo se apostó delante de un televisor, una tablet o un móvil para presenciar en vivo y en directo cómo un grupo de chavales y unos cuantos veteranos de la selección española de fútbol en la que casi nadie creía al comienzo de la competición en Alemania, era capaz de concitar voluntades, resucitar la conciencia nacional y, por una vez y sin que sirva de precedente, hacer sentir a más de 48 millones de habitantes sentirse verdaderamente españoles.
Necesitamos a hombres como Luis de la Fuente (más de 60 años), y a jóvenes como Lamine Yamal (17 cumple el sábado 13 de julio) para que, ya sea con la proverbial humildad, o con un tiro a más de 25 metros de la portería francesa y a 102 kilómetros por hora, la conciencia de todo un país vuelva a levantarse orgullosa, deje los complejos progres en casita y vuelva a sacar de los cajones su bandera.
A lo mejor así contribuimos también a despejar las consultas de psiquiatras y psicólogos, que falta hace.