Imagínate que un día contratas una obra para sustituir la bañera de casa por un plato de ducha. Eliges modelo, decides el tipo de alicatado y, de paso, quieres sustituir también la puerta de acceso al baño. Pues bien, llega el día de examinar el resultado de la obra contratada y resulta que el agua se queda estancada en el plato de la ducha, los ladrillos no son exactamente los que se habían acordado, sino bastante más oscuros y, de remate, la puerta es diez o quince centímetros más estrecha que la anterior. ¿Le pagarías a los obreros por la finalización de la obra?
Pues algo así ha sucedido con el tren de vía estrecha de Cantabria, pero a lo grande. Tan grande, tan grande, que el importe de la licitación se aproxima a los 250 millones de euros y, como consecuencia de un error de cálculo, se ha retrasado la obra tres años. Pero el error no ha sido nimio, los trenes diseñados no caben por los túneles ya existentes. Y aquí no ha mediado un rato de charla y cuatro mediciones por parte del contratista, sino el detallado estudio de todo un pliego de condiciones técnicas muy complejo, y por tanto teóricamente concienzudo, meditado y estudiado durante meses por técnicos responsables de Renfe, de Adif y de la empresa adjudicataria de las obras del nuevo tren de cercanías, así como de los responsables de las comunidades autónomas afectadas (Cantabria y Asturias, fundamentalmente). Y luego resulta que los trenes que se pedían no caben por los túneles que tenían que atravesar. Como puede verse, el resultado no difiere mucho del doméstico, aunque con consecuencias inmediatas, a medio y a largo plazo de difícil compensación.
A la espera del resultado de la auditoría anunciada por la ministra de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, Raquel Sánchez (¡el viejo truco de crear una comisión…!), la cosa se ha ventilado en principio con un par de ceses de mandos intermedios -uno en Renfe, otro en Adif-, y aquí paz y después gloria. Todos los responsables de chapuzas como estas, secretarios de estado y ministros incluidos, parecen decir “a mí que me registren, esto no va conmigo”.
Claro que, bien pensado, esto es pecata minuta si se compara con las escandalosas consecuencias de la aprobación de la “ley del sólo sí es sí”, o de la declaración de inconstitucionalidad de la ley promulgada por el presidente del gobierno al comienzo de la pandemia encerrando, a cal y canto, a toda la población en lo que de facto constituyó más un estado de sitio que uno de alarma, como se empeñaba el gobierno en llamar para darse tiempo a llevar a la práctica su plan de cambios de todo tipo (educación, eutanasia, ampliación del aborto, Ley Trans, modificación al alza de impuestos varios a autónomos, empresas, bancos y eléctricas, copar entes clave (INE, RTVE, CNI), y empresas estratégicas, y un largo etcétera de atracos creativos legales que dejen boquiabierto al perplejo y estupefacto ciudadano). Y, para que la tramitación en el parlamento no constituyese tampoco un freno a sus pretensiones de aplicación de diversos planes de ingeniería social, no iban a hacerse a base de propuestas de ley,-procedimiento jurídicamente más seguro, pero mucho más largo– sino haciendo uso del rodillo del decreto-ley, hasta el punto de que nunca antes un gobierno democrático había hecho un uso tan extenso e intenso de la fórmula jurídica hasta la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa.
Como digo así las cosas, por 250 millones de nada, y un atraso de unos años en disfrutar de los nuevos trenes, tampoco es para ponerse así, fíjate, si no, en los sufridos ciudadanos extremeños que ahí siguen, mirando embobados el acto inaugural del AVE que, al final, ni AVE ni nada, que no hay forma de presentarse en Cáceres, Mérida o Badajoz en menos horas de las que ya se empleaban hace medio siglo en hacer el mismo trayecto.
Estamos en el país de La escopeta nacional (García Berlanga), el país de las chapuzas encadenadas, las de Pepe Gotera y Otilio, aquellos héroes de quienes nos comenzamos a educar en la lectura de los tebeos que, visto lo visto, eran auténticos tratados filosóficos, políticos y sociológicos, y hasta visionarios. Aquí llega a ministro cualquiera, y sin conocimientos mínimos necesarios para el cargo y, por supuesto, menos aún para la asunción de responsabilidades. Con tirar luego de argumentario y descalificar ideológicamente a quién se atreve a criticar al ejecutivo, ya está todo arreglado. Y si hay que mentir, se miente, y si hay que poner en práctica eso de a ver quién se atreve a replicar a lo que dice el señor o la señora ministro, ministra o ministre, que dé un paso al frente, y se va a enterar de lo que vale un peine. Y eso sí, lo principal, ¡de dimisiones, nada de nada! Solo dimiten los débiles, los pusilánimes, los que creen que todo un señor ministro va a tener que estar atado a principio ético alguno. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
A veces me gustaría ser alemán. Allí, al menos, hay quién dimite, y por razones mucho menores de cualquiera de las expuestas más arriba. La última, a mediados del pasado mes de enero, la ministra alemana de Defensa, Christine Lambreth, que presentó su dimisión al canciller federal, Olaf Scholz simplemente porque era atacada por medios alemanes por su postura remisa a ayudar a Ucrania con la entrega de los Leopard 2.
Lo mejor es la argumentación pública que dio para justificar su decisión: “El enfoque de los medios sobre mi persona hace difícil una información y discusión profesional sobre soldados, el ejército federal y cuestiones de política de seguridad". Lo mismito, lo mismito que sucede aquí, en donde hay ministros que ni saben ni pueden, sobre la materia de su competencia. Entre otras cosas porque no se les exige. ¿Dónde imaginas que podría haber un gobierno occidental que incluya en su seno ministros comunistas, prorrusos y anti-OTAN en plena guerra de Rusia contra Ucrania? Bingo: ¡En España!...