"¿Eres más machista o racista?" La pregunta incómoda del programa 'La Revuelta' que Broncano lanza a sus invitados es una 'caja de Pandora', en cuyo interior late una realidad incómoda, como los microplásticos en sangre que circulan por nuestro organismo.
En un capítulo de la serie 'Rossane', emitida en la España de los 1990 por varias televisiones autonómicas, su protagonista, una mujer empoderada de cuerpo no normativo, le decía a otro de los personajes: "Pues haz como yo, cuando me siento gorda busco a otra mucho más gorda... y me pongo a su lado".
La pregunta que lanza Broncano a sus invitados y la respuesta de Rossane son polos opuestos de una misma cosa: la discriminación. El mismo mecanismo que puede hacerte sentir bien porque hay gente en una situación peor que la tuya, invita a hacer sufrir a los demás para restar intensidad al sufrimiento propio.
La masculinidad clásica, o mejor dicho, masculinidad frágil (por lo sencillo que resulta herirla) construida sobre lo rudo, autoritario, y la necesidad de ser sobresaliente en todo (para justificar el autoritarismo), no sólo lleva al enfrentamiento de unos hombres contra otros - el famoso quién la tiene más larga- sino que también acarrea enormes dosis de frustración -siempre hay alguien, en algún momento y lugar, que la tiene más larga- que se resuelve muchas veces, o a palos entre los contendientes, o con una mujer en casa sumisa y dócil a las órdenes de su marido. En resumen: es la necesidad de dominar lo que se oculta tras grandes dosis de machismo. Para sentirse mejor unos, hacen sentir mal a otras.
No obstante, de lo que yo quería hablar aquí es del racismo (y xenofobia). El cliché más utilizado para el racismo es el de identificar al diferente con delincuencia e inseguridad. Hacerte sentir miedo ante la presencia de una persona en función de características estéticas, como su color de piel o forma de vestir. En realidad, un falso cliché. El racismo no te hace sentir igual ante un nórdico que ante un africano. No lo hace porque se supone que quieres parecerte a los nórdicos que en teoría viven mejor, y no a los africanos que en general viven peor. No hemos tratado igual a los refugiados ucranianos que a los refugiados sirios. El racismo es casi siempre una discriminación por dinero, surgida del lucrativo comercio de esclavos. Aunque la discriminación en sí tiene raíces anteriores, como por ejemplo, la religiosa, sus bases se desarrollan siempre en justificar el abuso sobre otra persona.
Volviendo al racismo en el presente, su catalizador más potente es la frustración. “No hay ayudas para ti porque se las dan a los extranjeros” Algo que es absolutamente falso, pero que cuando necesitas una ayuda que no llega te dibuja un culpable, normalmente pobre, con poca capacidad de defensa, fácil de identificar púbicamente y al que además es sencillo linchar. Primero porque es minoría, y segundo porque habitualmente no tiene recursos económicos para defenderse. El racismo, para encender, necesita un clima de frustración social y sentimiento de inseguridad. Ahora pensemos en cómo se transmiten las noticias según qué influencers y medios. Los mismos que culpan de todos los males de nuestro tiempo a la inmigración son los que constantemente hablan de la hostilidad del mundo, “la inseguridad”, la necesidad de “autodefensa”, o “el derecho a portar armas”, al tiempo que acusan a la inmigración de esquilmar los recursos públicos mientras ellos mismos insisten constantemente en la privatización de estos.
El abuso de unas personas sobre otras se ha justificado a lo largo de la historia con la religión, con el dinero, o más recientemente, con una falsa meritocracia. La meritocraica, para existir, necesita la eliminación de la discriminación por lugar de procedencia, origen económico, género, sexualidad, etc. La meritocracia es todo lo contrario al racismo y al machismo. Sin embargo, toda una constelación de influencers, youtubers, y medios de comunicación que defienden la meritocracia con golpes al pecho mientras hablan de sí mismos, señalan constantemente a la inmigración, el feminismo, o el colectivo LGTBIQ+ como males a combatir.
En el temor clásico de la aristocracia -siempre minoría- a que les quiten sus privilegios las personas sobre las que han abusado, reside como un escalado hacia abajo el origen de la discriminación. El “no todos somos iguales” tan a menudo utilizado para frenar las posibilidades de desarrollo del prójimo. Es la forma, demasiadas veces consciente, de mantener la perpetuidad en esas posiciones de privilegio o justificar situaciones de abuso. La aristocracia necesita, para perpetuarse en las mismas familias, una sociedad desigual en oportunidades, con pocas posibilidades de desarrollo para quienes no pertenecen a la misma, que impida la movilidad social. Esta forma de construcción social está estrechamente relacionada con el racismo.
Por supuesto, no todo el racismo es aporofobia, pero siempre es clasismo. Se insulta en los estadios de nuestro país a jugadores de fútbol, que ganan fortunas, por el color de su piel. Subyace siempre bajo el racismo la necesidad de creerse mejor que otra persona usando como excusa el aspecto físico, la ascendencia, o el lugar de nacimiento. El racismo es lo que permite a un pobre ser clasista y reproducir sobre otra persona los abusos que históricamente la aristocracia ha reproducido sobre él.
“Comemierda”, “muerto de hambre”, “chupatintas”, “meapilas” por no hablar de “maricón” o “nena” (estos últimos, usados como insulto) que hacen referencia a la pobreza y falta de virilidad, entendiendo la virilidad como rudeza o agresividad. Seguro que alguna vez los has usado o escuchado en gente muy cercana a ti. Son de uso popular, machistas, y aporofóbicos. Así pues, qué eres, ¿más machista, o racista?