Mi abuelo -niño de la guerra- miraba con ojos censores cada vez que mis padres se daban un capricho cualquiera. Comer en un restaurante un poco más caro de lo normal, invitar a copas, o que nosotros, sus nietos, cogiéramos un helado de cono (más caro) en vez de un polo en la carta de helados del bar del pueblo. “Vosotros no sabéis lo que es el hambre” pronunciado como para sí mismo, era uno de sus reproches fetiche para esos momentos, a veces usaba el superlativo “Vivís como capitalistas”. Vivir “a lo capitalista” encerraba una sentencia doble para un doble juicio: el del exceso, y el de querer ser algo que no se es.
Mi abuelo -que con frecuencia hablaba del hambre vista en su niñez- tenía el lujo ubicado en comerse dos platos de cocido del que preparaba mi abuela, que por supuesto, no era un cocido cualquiera, sino de los de olla a reventar y dos dedos de grasa, “la sustancia” que decían ellos. Si además era sábado y estábamos los nietos, tras las dos piezas de fruta del postre, -una era de cata, y la otra, de desmentido o confirmación, por si salía buena la primera ver si la otra salía igual, o si no había buen paladar en la primera ver si la siguiente lo mejoraba so pena de reñir al frutero- llegaba la milhoja de merengue comprada en la pastelería y el café o infusión, siempre superconcentrada, para ayudar a hacer la digestión.
Saliendo de aquellos márgenes del guiso en casa, el plato de duralex servido con colmo y las paredes del cuarto de estar, todo era un derroche que sólo podía justificarse porque la gente “de ahora” no había visto las penurias que ellos habían visto pasar. “Estar al pan” o “que no te coman la merienda” eran frases de uso común que como piezas de dominó encajaban en cualquier conversación por cualquiera de sus lados.
Cada vez que alguien se queja por los problemas de acceso a la vivienda aparece otra persona ya propietaria contando lo difícil que fue para él/ella/elle conseguir su casa, y en lugar de apoyar la reivindicación para que la gente lo tenga mucho más fácil censura la ausencia de austeridad y sacrificio de los demás. Es el “Vosotros no sabéis lo que es el hambre” y el “Vivís como capitalistas” que decía mi abuelo.
La vivienda es el problema social de nuestro tiempo. Tiene la parte buena de que nuestro problema no parece ser el hambre que llevaban grabada a fuego en el imaginario mis abuelos, y eso dice mucho del ahora, como haber superado los problemas de salud que derivan de la hambruna o haber disminuido la mortalidad infantil de 62,8 muertes por cada mil habitantes en 1950 a 2,3 en 2020. Afortunadamente ya poca gente dice “hay que estar al pan” mientras entrecierra los ojos a la picaresca. Ahora te hablan de criptomonedas, soportes y resistencias en gráficos de velas japonesas, hacer burpees, o más recientemente, “los secretos de la IA” y como monetizarla. Gente bien nutrida, con un aceptable buen estado de salud en su mayoría, con acceso a una pantalla que abre ventanas a cantidades ingentes de conocimiento mezclado con aun más ingentes cantidades de basura.
Se está arrebatando a la generación con más acceso a formación e información de nuestra historia la posibilidad de fundar un hogar. Si el conocimiento que la mayoría consume en internet fuera de calidad, las generaciones estadísticamente más acaudaladas verían como su patrimonio se esfuma progresivamente mientras quienes fueron amamantados al reflejo de una pantalla acumulan cada vez más. Pero está la basura: las fake news, las estafas piramidales en forma de activo digital, las casas de apuestas, etc… que disfraza de conocimiento lo que no son más que engaños. Por si la cosa fuera escasa en el mundo del timo, cantidades ingentes de autoayuda vestida de “masterclass” te dicen una y otra vez cuando pierdes el dinero en la enésima estafa digital, que el dinero no es perdido sino invertido en aprendizaje. Cabe preguntarse qué pasaría si ese dinero hubiera ido a pagar un curso reglado de verdad, de los que aportan título y son reconocidos por las instituciones.
Esto salva a algunas generaciones, porque una parte importante de esa gente mucho más lista y preparada está demasiado ocupada en señalar que los aviones nos fumigan con químicos mágicos, o en hacerse rico siguiendo la enésima fórmula inútil de inversión en internet… y al mismo tiempo nos condena, porque esa gente, con la cabeza cortada (como la droga) de majaderías, por relevo generacional, es la que ocupará los puestos de responsabilidad en unos años. (Ya empieza a hacerlo en algunos partidos ultra)
Mis abuelos maternos no habían pasado hambre, la habían visto pero no la habían sufrido. Quién sí la había sufrido era mi abuela paterna, que quedando viuda con un hijo de tres años en lo más duro del franquismo, las había pasado de hacer ayuno intermitente forzoso para que su hijo pudiera comer. Mi abuela paterna no se comía dos platos de cocido ni tenía ansia por ahorrar, vivía con poco más que lo puesto intentando disfrutar al máximo su jubilación.
Todo ese discurso sobre la necesidad de esfuerzo y sacrificio para acceder a una vivienda parte casi siempre de la gente que no ha tenido que sacrificarse y esforzarse a los niveles que piden a los demás.
Pocas cosas hay tan católicas como pedir sufrimiento al prójimo para aceptarlo. Como si fueran los latigazos los que dan derecho al pan. Cada vez que un pope de la vivienda aparece en televisión a hablarle de esfuerzo y capacidad de sacrificio a quienes dedican casi la mitad de su salario para alquilar una habitación -no digo piso, digo habitación- me pregunto exactamente qué les están exigiendo, y si cuando esa gente alcance posiciones de responsabilidad reproducirá el modelo con quienes les vengan detrás, cobrará venganza contra quienes les precedieron, o si la basura absorbida de fakenews y timos digitales creará una distopía. Es todo un embudo de quienes se enriquecen con las necesidades básicas del prójimo diseñado para trasladar la basura a sus víctimas mientras entonan relatos mitológicos de redención y sacrificio que a futuro (siempre a futuro) les llevará a la tierra prometida: 70 metros cuadrados en cualquier barrio de cualquier capital. Es “El trabajo os hará libres” o a la sazón "la basura os traerá el pan".