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Sadam, ante la horca

viernes 29 de diciembre de 2006, 12:41h

Dentro de unos días, en plenas fiestas cristianas de Navidad y Año Nuevo –no pensemos que sería casual la elección de fecha por el islamismo de taifas que ahora desgobierna Irak–, puede suceder que el cadáver del dictador Sadam Hussein cuelgue de la horca. Es difícil que los animadores del fanatismo islámico escuchen la petición de clemencia del Vaticano. “No se piense en compensar un crimen con otro crimen”, ha advertido el cardenal Martino, presidente del pontificio Consejo de Justicia y Paz, en estrecha coincidencia con el principio moral que ha ido eliminando la pena de muerte –más infamante para quienes la aplican que para quienes la sufren– de los territorios civilizados del planeta. En todo caso, Sadam ya sabe como se las gastan los padrinos cuando “nuestro hijo de puta” deja de ser “nuestro”.

            Nada que escribir a favor de Sadam Hussein. Su aparente occidentalismo no era más que un maquillaje para tener el amparo de los que controlan el mundo del petróleo. Luego quiso saltar al nivel de uno de los grandes y jugar por su cuenta –eso fue el intento de anexionarse el subsuelo petrolífero de Kuwait– y no se lo perdonaron. Desde entonces, su suerte estaba echada. Lo peor de este asunto de Sadam Hussein es que casi nada es lo que parece. La primera guerra del golfo no fue para proteger a un pequeño país, sino para impedir que el déspota iraquí jugase en primera división del cartel del petróleo. No ha sido ahora la invasión de Irak una cuestión política ni moral, como la que formó la alianza contra la barbarie nazi, sino el ajuste de cuentas para dejar claro quién manda. En este escenario, lo de las famosas “armas de destrucción masiva” no pasa de anécdota de atrezzo.

            Me siento personalmente legitimado para expresar mi civilizada protesta contra el asesinato legal que, si Jalal Talabani no lo impide –la delegación de firma en un vicepresidente no limpiaría sus manos de sangre–, se va a producir en la paradójicamente llamada “zona verde” de Bagdad. Y ello porque, cuando la guerra de Kuwait, defendí en solitario en televisión –y recibí por ello amenazas y descalificaciones personales de algunos “talibanes” al hispánico modo– la invasión de Irak y el derrocamiento por las armas del dictador Sadam. Entonces no faltaban motivos para la invasión y para un procesamiento –eso sí, por tribunal internacional, no por una cuerda de verdugos interpuestos– porque Sadam era el agresor que había iniciado la guerra. Ahí estaban los tanques en Kuwait como un hecho cierto y no las fantasmagóricas “armas de destrucción masiva”  

            Pero ni siquiera Sadam Hussein merece el asesinato legal que es la pena de muerte y menos aún después de una parodia de juicio que avergüenza a cualquier conciencia civilizada y cuando los magistrados han descendido a un nivel moral inferior incluso al de quienes se sentaban en el banquillo. En Nuremberg, y era nada menos que contra los líderes de la barbarie nazi, se guardaron las formas del proceso, los magistrados fueron conscientes de los problemas morales que les planteaba su función y actuaron y sentenciaron en el marco de principios universales contra la tiranía y el genocidio, que serán discutibles, sin duda, pero que tenían una arquitectura de legalidad y legitimidad, por completo ausente en la parodia jurídica de Bagdad.

            Sadam Hussein merece sin duda la condena y la prisión a perpetuidad, como cualquier otro reiterado criminal político o común. Pero el tirano de Bagdad pisó los callos que no debía y cuando vio la que se le venía encima buscó, parece que sin éxito, la alianza de intereses con el antiguo amigo y ahora peor enemigo de los Bush, Osama Ben Laden, y eso ya fue demasiado. Así que no le han dejado ni siquiera la oportunidad de un juicio justo, por tribunales rectos e independientes, que es derecho humano incluso del peor criminal.

             Sadam Husein era incómodo a dos bandas, también para el islamismo radical que es el gran peligro y enemigo actual de todo lo que significa Occidente, esto es, cultura, civilización y progreso. Quiso a la desesperada revestirse del manto islamista en los últimos tiempos, y de ahí sus intentos de acercarse a Al Quaeda y su incursión en el fundamentalismo contra Israel. “¡Alá es grande!”, fueron sus palabras al conocer la decisión de ahorcarle –no llamemos “sentencia” a la parodia, para no ofender a la Justicia–. Pero no fue bienvenido en ese campo, que ya le tenía sentenciado por sus escarceos laicos, aunque ahora lleve el nombre de Alá a sus labios, como el duque de Otranto pronunciaba el nombre de Dios en vano durante sus últimos meses de vida.

            Así quedan las cosas. Cuando el cuerpo de Sadam Husein cuelgue sin vida de la horca, los ayatollahs y los clérigos chiís habrán dado otro paso en su guerra fanática contra la civilización, el progreso y los ideales de libertad y justicia que forman la estructura de Occidente. Entristece la torpeza de un gobierno, en Washington, que los norteamericanos han valorado en las recientes elecciones. De igual manera, la pretensión de una mal llamada “alianza de civilizaciones” no sólo es estéril, sino suicida, equivocado “apacigüamiento” a lo Chamberlain, que incuba el huevo de la serpiente. Entre Occidente y el islamismo agresor no hay una lucha de civilizaciones, sino una lucha entre la Civilización y la barbarie. Cuanto más tardemos en cobrar conciencia de esta situación, más difícil, cruel y costoso nos resultará defender y preservar la Civilización.

Dice el Papa Benedicto que “todas las religiones no son iguales” y es difícil negarle algo de razón en ello. La superioridad moral del cristianismo es que ha sido capaz, por mucho que haya costado y por muchos que fueran los errores del pasado, de conciliarse y armonizarse con los valores laicos de la sociedad occidental. Esa conciliación es imposible para el enemigo que aspira no a extender su religión, sino a imponer sus reglas en la vida política, para lo que es condición necesaria la estigmatización y destrucción del modelo occidental laico de libertades y progreso.

Todo lo anterior tendría sólo muy relativa importancia si a los españoles nos pillara lejos, una vez sacadas las manos de Irak. Pero no es así. Por una convergencia diabólica de razones históricas, geográficas, culturales y estratégicas, nuestro país está inexorablemente abocado a convertirse en uno de los escenarios de la guerra sin cuartel que el fanatismo islámico diseña contra los valores progresistas de Occidente. Es asunto que merece más amplia exposición.

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