La expulsión de la carrera a la juez Adelina Entrena no compensa los 437 días sufridos en la cárcel el pobre José Campoy Maldonado, absuelto pero luego olvidado en su celda por la desidia culpable de la magistrada.
Es el último caso de una Justicia en la que, no se sabe bien por qué, aún confían los ciudadanos: más, por supuesto, que en los políticos o los sindicatos, pongo por caso, los cuales se han ganado a pulso su descrédito.
El mayor de los males de nuestro sistema judicial, con sufrir muchos, no es la existencia de algún juez corrupto o prevaricador, que también los hay, sino su desalentadora lentitud. Así se producen sucesos peregrinos como aquél de los cuatro narcos liberados hace unos años por haberse cumplido el límite de la prisión preventiva sin haber sido juzgados. Una vez en la calle, si te he visto no me acuerdo.
Pero hay muchos más. La instrucción contra el anestesista Juan Maeso se inició a los diez años de comenzar los contagios de hepatitis, la instrucción duró otros siete años y el mastodóntico juicio —200 abogados en un sumario con más de 50.000 folios— un año más. Cuando fue condenado el acusado ya habían muerto 22 de los afectados, de viejos la mayoría de ellos.
¿Quién no conoce sentencias dictadas a los 10 ó 15 años de cometido un delito y cuya ejecución ya carece de sentido?: construcciones ilegales, pleitos hereditarios, estafas consecutivas,… Y nuestros políticos, en vez de ayudar a que se agilicen los trámites procesales, contribuyen a alargarlos interponiendo todos los días absurdas querellas partidistas que no van a ninguna parte pero ocupan el tiempo de oficiales y secretarias de juzgados, crean papeleo administrativo, dilatan procedimientos y colaboran al menoscabo de la justicia.
Luego, claro, pasa lo que pasa. Una juez de Gijón, Rosario Hevia, lleva acumuladas 148 sentencias sin dictar. Sí, han leído bien: 148. Pero otros juzgados menos premiosos también hacen cosas chuscas o estrambóticas, como el que en 2002 excarceló sin juicio a Allekema Lamari, quien dos años después participó en la matanza de Atocha, o el que por error judicial dejó en libertad a Saed El Harrak, imputado en la misma masacre.
¿Quieren que sigamos? Mejor no, para no deprimirnos.
Sí, ya sé que lo más difícil de este mundo es impartir justicia. Pero si no imponemos la rapidez judicial, dotamos de más medios a los juzgadores, aliviamos la presión política sobre los jueces, dejamos para mejor ocasión el encausamiento de delitos internacionales que bien pueden juzgar otros y adecuamos las penas a los delitos, ahorrándonos condenas absurdas, como los 3.000 años incumplibles para De Juana Chaos, ésta seguirá siendo la injusticia de nunca acabar.