lunes 27 de abril de 2015, 09:41h
Hay algo que
no está escrito en las teorías del Estado. Ese algo es que, en la vida
política, debe respirarse un aire de decencia. Cuando ese aire se vicia en
demasía se produce esa temida desafección de los ciudadanos hacia quienes
pretenden gobernarlos. Una suma de casos de corrupción en nuestra vida pública,
sin sopesar si son muchos o pocos o de este o aquel partido, ha provocado los
suficientes perjuicios que han dañado no solo al prestigio y reputación de algunas
personas, sino que han generalizado la erosión de colectivos políticos en
cuanto tales, aunque los casos se refieran a responsabilidades individuales.
Está claro que
la política no es una actividad angelical y que sus manchas no son distintas de
las que afectan a una sociedad baja de valores. Pero la corrupción, en
política, lleva añadido al rechazo a la rapiña el rechazo al abuso de
autoridad. Aunque corruptores y corruptos son de la misma ralea, el político
corrupto es, además, traidor a la representación que la ha sido otorgada por el
pueblo. No puede, en consecuencia, extrañar a nadie que ciertos casos de
corrupción tengan, además de consecuencias penales, consecuencias políticas.
Aprovecharse
de estas repercusiones ha sido siempre la tentación de oportunistas y presuntos
falsos puritanos que inician reacciones antipolíticas o "anticasta", dando por
manchado al conjunto de la, hasta ahora, llamada, con menor carga denigrante,
"clase política". Tales oportunistas terminan por integrarse, a su vez, en la
tal casta, con vicios y corruptelas parecidos a los de sus antecesores, en el
mejor de los casos y, en el peor, instalándose como "nomenklatura"
antidemocrática a título de supuestos redentores del pueblo. El pueblo
-entendiendo como tal a la parte del pueblo no comprometida políticamente- vive
la política desde cierta distancia y con cierta indiferencia, pero pierde su
pasividad cuando contempla el panorama político como un cuadro que provoca
aversión y repugnancia. El resultado de este ánimo negativo tiende a buscar
cauces de regeneración fuera de los caminos trillados. Por ello, los pescadores
de oportunidades echan sus redes a la caza de votos. A primera vista, todo
parece servir con tal de que sea nuevo o diferente. Aquí y ahora este fenómeno presenta
dos ofertas diferentes pero planteadas con parecida improvisación y frivolidad
en su origen.
Una es
Ciudadanos, nacida en Cataluña y con simpatías merecidas por su españolidad en
el difícil ambiente catalán más que por sus propuestas programáticas y sus
recursos humanos en el resto del panorama nacional. La simpatía y ligereza de
este grupo lo hace asequible a cualquier clase de pactos y componendas y, por
ello, está cuidado entre algodones y alimentado con apoyos de un cierto mundo
empresarial desorientado que ya, hace varias décadas, intentó algo parecido,
financiando abundantemente a la llamada operación Roca, cuyo fracaso es por
todos recordado. A pesar de ello, el grupo es atractivo para el voluble y poco
responsable voto "pijo".
La otra oferta
es Podemos, de peor imagen, con apariencia de franquicia del grotesco Nicolás
Maduro y, a su través, de peores oscuras relaciones de orientales perfiles
siniestros y reaccionarios. Siendo una opción con ingredientes amenazantes para
España y para Europa es, quizá por ello, menos operativa por el temor que
despierta en el ciudadano medio, clave en los procesos electorales. Su
chapucera trayectoria, su desagradable presencia física y sus propuestas
irreales y ruinosas, hacen que sea muy difícil su acuerdo con ninguna fuerza
política que se respete y que quiera mantener una identidad propia presentable
para un futuro con aspiraciones de Gobierno. El grupo solo es atractivo para
quienes se dejan arrastrar fácilmente por el rencor o por la ira.
Existe una tendencia
a considerar a estos grupos como inofensivos partidos complementarios sin
riesgo, a los que se puede votar como castigo contra la indecencia política,
aunque no exista garantía ninguna de que puedan ser más decentes que cualquier
otro. No hay ningún síntoma de que ninguno de estos partidos pueda alcanzar por
sí mismo mayorías de gobierno. Pero es cierto que pueden actuar, y están
actuando, como "Swift-boat", es decir, lanchas rápidas -imagen del gusto de los
politólogos norteamericanos- lanzando torpedos desde sus embarcaciones ágiles
para el avance y el retroceso, contra los costados de los pesados acorazados
políticos tradicionales que navegan lentamente, por no haberse desprendido a
tiempo de tanto lastre podrido.
A pesar de
estas improvisaciones del momento, lo que exige la realidad es regenerar los
grandes partidos que, a pesar de todos los males, siguen conservando una tropa
leal y una base territorial imprescindible y resistente al cambio de voto
irreflexivo hacia ofertas incógnitas y que perjudica a sus propios intereses
con la falsa idea de que abstenerse no es lo mismo que traicionarse a sí
mismos. Lo que yace en el fondo de la conciencia del electorado responsable es
un deseo de que le devuelvan lo que los corruptos defraudaron, pero no se trata
de cifras monetarias sino de que le devuelvan la integridad de los partidos en
los que, hasta hace poco, se sentían cómodos racional y emotivamente. Lo que se
desea, en el fondo, no es embarcarse en los "Swift-boat" sino en los estables
acorazados. Y que, en el interior de sus cascos bien protegidos, se pueda
respirar aire de decencia. No se trata solo de que el dinero mal ganado vuelva
a las arcas, sino de que le devuelvan al pueblo la confianza en los partidos
por los que, hasta no hace mucho, votaba y desearía seguir haciéndolo si
liberaran a su olfato del tufo de la indecencia. Ese tufo no se ventilará
porque los partidos con capacidad de gobierno pacten coyunturalmente con
innovadores sin experiencia. Como aquel antiguo cantante que cantaba la copla
de "devuélveme el rosario de mi madre", los electores están cantando un
"devuélveme el partido de mi padre". Esa es la copla a la que tienen que ser
sensibles los dirigentes aferrados a posiciones en las que deben ser
conscientes de que, sencillamente, están estorbando, impidiendo un cambio de
imagen. No son las alternativas políticas de gobierno las que tienen hastiado
al personal sino sus dirigentes actuales, con precarias pretensiones de
continuidad contradichas por la contaminación que padecen, en algunos casos
injustamente, por razones de su estrecha proximidad en tiempo y espacio con las
malas prácticas. La decencia necesita que se abran los portillos para ventilar
el aire de los camarotes de los pesados acorazados, más adecuados para navegar,
estables y seguros, por los agitados mares del mundo contemporáneo
Ex diputado y ex senador
Gabriel Elorriaga F. fue diputado y senador español por el Partido Popular. Fue director del gabinete de Manuel Fraga cuando éste era ministro de Información y Turismo. También participó en la fundación del partido Reforma Democrática. También ha escrito varios libros, tales como 'Así habló Don Quijote', 'Sed de Dios', 'Diktapenuria', 'La vocación política', 'Fraga y el eje de la transición' o 'Canalejas o el liberalismo social'.
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elorriagafernandezhotmailcom/18/18/26
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