domingo 12 de abril de 2015, 09:43h
Vuelvo
a las lagunas de Ruidera en un día de abril que tiene la luz del otoño. El
cielo está tan gris como aquel que recuerdo de Bruselas en días de primavera
que no pudieron quitarse el invierno de su cuerpo. Hace además mucho frío y parece
que los árboles se encojen. Vamos por las últimas curvas de la llanura que se
pierden por pequeñas montañas que guardan en sus cumbres la luminosidad de las
lagunas a lo lejos. La tierra es verde, aunque no tanto como las aguas. Éstas
tienen una pureza verdosa tan limpia que parecen espejos que reflejan un cielo soñado
en un cuento de bosques y refugios. Pero el agua se vuelve blanca y rabiosa al
llegar a las múltiples cascadas que conectan unas lagunas con otras. Sobre todo
las que unen La Lengua y la Salvadora. Son arroyos furiosos que se quitan la
placidez del estanque para encontrar otro mundo, otras aguas, otros peces que
los saluden en su viaje hacia el mar.
Vamos hacia la bella laguna de San Pedro. Todo está
solitario, como en una penumbra de despedida. Las encinas tienen un verde
satisfecho. Los espinos y las aliagas
luchan como pueden contra un viento que parece más oscuro al soplar perdido
por la soledad. Cerca de las aguas, olmos pelados, y chopos extranjeros, comentan
la profunda belleza que la abundancia de las lluvias ha creado en el paisaje.
Pequeñas olas en las aguas verdes, protegidas por riberas calizas que parecen
abrazarlas, rompen el bellísimo espejo que son en su mansedumbre.
La arena
mojada guarda el rastro de alguna serpiente desnortada que la humedad confunde.
Llovizna con viento y los árboles se mueven sin ganas. Mientras avanzamos por la
carretera tortuosa de una desordenada e ilegal urbanización, recuerdo los
álamos desnudos de La Cascada, incluso unos truenos débiles que aparecieron por
detrás de las montañas y crearon un temblor de imposible huida en su delgados
cuerpos.
La carretera hacia San Pedro está llena de cubos de
basura, casas de escabrosa fealdad y cables arbitrarios. Algún que otro perro
perdido, de piel huesuda y rijosa, rastrea o escarba por los cubos encontrando
el vacío que queda después de la Semana Santa. Y al pasar varias curvas estrechas
llegamos a la laguna de San Pedro. Frente a su embarcadero está el restaurante
del extraño y bello hotel Albamanjón. Lo crearon hace tiempo dos amantes gays
con rebosante mezcla de estilos. Tenía el sabor de la mar y la luz de Venecia. Ahora
es más adusto, pero queda el reflejo de la vieja belleza. Y sobre todo algo
maravilloso, la posibilidad de caminar después de comer hacia un pequeño bosque
de álamos que tiene la mejor visión de la laguna. Allí habla el silencio de la
soledad. Allí recita palabras trascendentes el corazón de la laguna.