¿Qué pensaría si un día,
paseando por internet, se encuentra a un sujeto que muestra en directo cómo y
por qué ha decidido suicidarse? El joven autor argentino Fernando G. Rodil no
solo lo ha imaginado sino que, además, lo ha escrito en forma de pieza teatral
y, después de representarla en Buenos Aires, ha recalado ahora también en la
escena madrileña. En Sala Tú, y con otro joven actor, Gon Ramos, que interpreta al suicida.
Ignacio
Padilla es un joven que está ultimando los preparativos para grabar durante
unos treinta minutos los últimos momentos de su existencia. Habla abiertamente
de que está decidido a quitarse la vida, a terminar con una existencia a la que
no encuentra su verdadero sentido en este mundo, y no culpa a nadie por ello,
sino muy al contrario, asume toda la
responsabilidad, y de forma razonada,
lúcida y hasta con un sentido del humor ácido que roza el sarcasmo, dada la
situación en que introduce al espectador.
El
personaje lo ha dispuesto todo para que, una vez terminada la grabación e,
hipotéticamente, haya acabado ya con su vida, una aplicación que ya tiene
programada en el ordenador personal, la lanzará automáticamente a Youtube para
que los miles y miles de internautas
curiosos o morbosos (que de todo hay en la red) acaben descubriendo la pieza y puedan compartir con
el suicida sus últimas razones y reflexiones acerca de la vida y de la muerte.
Sin
dramatismos, sin morbo, sin espectáculo, el joven Padilla duda públicamente
entre el cutter, la sobredosis de fármacos, el hilo de seda o el
revólver que, ordenadamente, muestra
sobre una mesa, detrás de la cual se parapeta para no salirse nunca de plano
ante la cámara que, implacablemente, sigue grabando cuanto el joven hace y
dice. Tranquilo -dentro de lo que cabe, claro está-, ordenado, coherente y sincero, Ignacio divaga entre lo divino y
lo humano para intentar explicar lo inexplicable y así aborda, en un
lenguaje coloquial, pero no exento de
precisión, los temas que le preocupan: la libertad del individuo a hacer de su
vida lo que quiera, el sentido de vivir o la muerte como elección libre y
programada del hombre. Pero entre
intento e intento fracasado por acabar con su vida, el joven habla también de sus otras ocupaciones
cotidianas: la política (Kennedy), la música (Kurt Cobain o los Beatles), la
filosofía de Heidegger, y los perros pekineses, como el que él mismo
tiene en casa.
Una llamada
telefónica al móvil interrumpe el proceso en el que está inmerso Ignacio que
duda entre atender o no esa llamada. Decide hacerlo y al otro lado del hilo
telefónico (¡cómo no!) una joven
teleoperadora de una compañía de telecomunicaciones le ofrece cambiar de proveedor al tiempo que le
subraya las innumerables ventajas que le va a proporcionar ese cambio.
Ignacio, conmocionado por la dulzura de
la voz de su interlocutora, intenta ir
algo más allá en la relación comercial, pero la joven -profesional y bien adiestrada- no quiere salirse ni un milímetro
de los pasos que le han marcado en su formación en la atención
al cliente, y sigue estrictamente el protocolo. Probablemente, si hubiera
decidido otra cosa, habría puesto en riesgo su puesto de trabajo, pero también habría salvado una vida, la de
Ignacio, que duda por un instante en
seguir o no con su plan... El joven aprieta el gatillo y, por un momento, se hace
la oscuridad. Momentos después, salta la grabación digital desde el ordenador que retrotrae al
espectador y al internauta al principio de ese monólogo que Gon Ramos, el actor
que lo interpreta, lleva con tanta credibilidad y acierto (impertérrito, a
pesar de las sonrisas que despiertan sus
reflexiones, con el gesto preciso y
aguantando los muchos silencios a los que obliga la dramaturgia planteada...). Todo parece indicar que el joven
ha cumplido su propósito.
El
espectador se queda atónito, sin
palabras, reflexionando sobre el porqué, si no de decisiones tan drásticas, sí del hastío vital, del pasotismo al que muchos
jóvenes de nuestros días se han abocado sin razones aparentes (nunca antes en
la historia habían gozado de tanta libertad, tantos medios, tantas posibilidades...),
y, sin embargo, la ilusión, la rebeldía,
la utopía parece que ha desaparecido de sus vidas...
La ironía,
el sarcasmo, la sorpresa, incluso, que transita por toda la obra deriva al
final al espectador a reflexionar sobre su vida y la de los que le rodean y acaso no contemple tan lejana la
posibilidad de que alguien, algún día, por alguna razón equívoca pero real,
tome una decisión que le lleve a imitar también al joven Ignacio Padilla, no
para hacer un espectáculo de su muerte, sino para gritar bien alto que debemos replantearnos nuestros valores y
nuestra forma de vida.
Una obra
bien planteada, entretenida, bien escrita que, sin embargo, sabe a poco y que,
lo mismo su autor, Fernando G. Rodil, debiera
replantearse y extender un poco más porque, desde luego, a
quien esto escribe, le ha sabido a poco.