lunes 16 de marzo de 2015, 10:11h
Eso
de los nacionalismos segregacionistas es como las cenizas, que conservan un
fuego dormido y se encienden cuando soplan los directivos del invento. Como los
incondicionales de un equipo de fútbol que animan cuando les facilitan las
entradas. En estos meses, en que los directivos soplan menos, los rescoldos
brillan poco. La explicación está en que lo que llaman nacionalismo es, en
realidad, un viejo prenacionalismo. Las naciones, tal y como hoy las entendemos,
son comunidades políticas que nacieron para superar unos prenacionalismos que
estaban basados en el apego a unas costumbres ancestrales, a una lengua o a una
religión, inclusive a unos rasgos genéticos y hasta un clima, que daban
carácter a los habitantes típicos de un territorio. Aquellas identidades fueron
subyugadas por poderes imperiales, para agrupar unidades políticas de mayor
envergadura, que eran una acumulación de entidades menores, coactivamente
coordinadas por un poder imperativo superior. Los imperios tampoco eran
naciones, tal y como las concebimos actualmente, es decir entidades
constituidas con leyes comunes por ciudadanos con igualdad de derechos, sino
conjuntos de poderes subsidiarios sometidos a la fuerza de una diadema
imperial.
El
paso del mundo de los imperios al de los Estados nacionales supuso la doble
liberación de los ciudadanos del
superpoder imperial y del minipoder de los señores territoriales. La Nación es
una comunidad política que no está diseñada por elementos costumbristas,
lingüísticos, religiosos, climáticos o genéticos sino por un sistema colectivo
basado en leyes comunes para la convivencia libre, la seguridad, el equilibrio
económico y un papel activo en las relaciones internacionales. Dentro del
Estado nacional está garantizada la convivencia de distintas etnias, lenguas,
costumbres, religiones e ideas políticas.
Esta
realidad se produjo cuando los medios informativos, el abaratamiento de los
transportes, las libertades de cultura y comercio y las corrientes migratorias
construyeron unas sociedades dinámicas con pluralidad de ideas, de razas, de
costumbres y de creencias que necesitaron marcos políticos lo suficientemente
amplios para garantizar los derechos de todos los ciudadanos en grandes áreas
geográficas regidas por constituciones democráticas. El anacronismo
nacionalista consiste en querer volver a situaciones prenacionales o
preimperiales, cuyas particularidades han perdido aquel sentido uniformador que
marcaban las áreas diseñadas por los accidentes geográficos, la genética o la
distancia. Los países desarrollados pasaron a ser grandes sociedades
pluralistas integradas por elementos humanos de distinta procedencia y variadas
creencias. Son sociedades a las que no se puede presionar para que regresen a
particularidades sicológicas o materiales impuestas por el aislamiento, la
intolerancia, la raza o la gramática. La Nación se ha instalado en un concepto
dinámico de Estado abierto a una sociedad plural dentro de un mundo global. El
trazado físico de comunidades uniformes es irreal y pertenece al pasado
irreversible de una humanidad diferente. La nación es, además de un sistema de
derechos, una configuración provocada por el curso de la Historia, cuya esencia
es política y no étnica, cuyo destino no puede retroceder a situaciones
aborígenes que ya no tienen vigencia en las relaciones humanas normales. La
Nación no es un fenómeno nativo sino una empresa colectiva de futuro. No es la
tierra, sino la norma, lo que construye la Nación.
La emoción de la nacionalidad puede vivirse
fuera de la propia tierra y la emoción del nacionalismo solo puede sentirse
regresando a los sentimientos ajados del clan o al apasionamiento efímero de
las rivalidades locales. La Nación es un presente que no puede retrotraerse a recreaciones
históricas de guardarropía. Sentirse compatriota no es sentirse físicamente
vecino. La vecindad, como relación de cercanía física, no debe confundirse con
los vínculos de nacionalidad. La Nación no se reconoce por su pretérito, sino
por su futuro. Por ello los nacionalismos insistentes y cansinos solo se mueven
cuando sopla en su superficie folklórica el interés de unos políticos de escala
menor con ansias de protagonismo y se adormecen cuando en la política compiten
alternativas de proyección general. Son grandes charcos residuales, que ni
crecen ni se consumen, sino que permanecen estáticos en los humedales sombríos,
al borde del curso imparable de los ríos, alimentando vegetaciones resistentes
pero superfluas. En Cataluña crecen con las lluvias del otoño y disminuyen con
la llegada de la primavera pero, en ninguna estación, son capaces de provocar
inundaciones. Hay que sortearlos sin mojarse y seguir adelante. Lo importante
es no encharcarse en aguas estancadas y seguir la poderosa corriente de la
Cataluña emprendedora y solidaria.
Ex diputado y ex senador
Gabriel Elorriaga F. fue diputado y senador español por el Partido Popular. Fue director del gabinete de Manuel Fraga cuando éste era ministro de Información y Turismo. También participó en la fundación del partido Reforma Democrática. También ha escrito varios libros, tales como 'Así habló Don Quijote', 'Sed de Dios', 'Diktapenuria', 'La vocación política', 'Fraga y el eje de la transición' o 'Canalejas o el liberalismo social'.
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elorriagafernandezhotmailcom/18/18/26
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