El tranvía de Tomás Gómez
jueves 12 de febrero de 2015, 08:32h
Hubo un día en el que Tomás Gómez fue el alcalde más votado
de España. Transformó una ciudad dormitorio próxima a Madrid en un lugar
agradable donde vivir. Hasta que gobernó Gómez, el pueblo de Parla era una localidad aislada en mitad de
la nada, sin equipamientos colectivos suficientes, caracterizada además por el
fracaso escolar y un porcentaje muy alto de embarazos adolescentes, también por
el tráfico de drogas y su cortejo de toxicómanos. Una muestra más del
desarraigo social provocado por el desarrollismo incontrolado en la década
prodigiosa. El joven munícipe se remangó y consiguió enderezar la situación.
Los habitantes de Parla se lo agradecieron votándole masivamente. Tan contento
con lo hecho estaba Gómez, que les prometió un tranvía. Cumplió: el invento,
eléctrico y reluciente, circuló por las avenidas de Parla. Entonces no sabía
las consecuencias que para él tendría su apuesta urbanística. Gómez administró bien su particular burbuja inmobiliaria y los
bloques de pisos crecieron sobre los campos de labor hasta llegar a las vías
del AVE. En vista del éxito obtenido, Gómez se sintió llamado a redimir las
penurias de sus compañeros en la Comunidad de Madrid. Se presentó como la única
solución a los problemas que deprimían a
una federación acostumbrada al desastre.
El PSOE madrileño viene refugiándose en la oposición al PP
desde que falleciera Tierno y Joaquín
Leguina agotara todas sus opciones políticas al frente de la Comunidad de Madrid, acosado por una parte fundamental de sus
colegas y abrazado hasta el ahogo por el
oso de Izquierda Unida. Desde entonces, y aún antes, estos socialistas no se
saludan fraternalmente, se dedican a sacarse las tripas los unos a los otros,
en público y en privado. Se fusionaron malamente en plena transición a la
democracia, cada cual de padres distintos, obligados por las carencias
económicas y el voto útil. Aquel remiendo se ha descosido repetidamente y cada
oveja busca a su pastor cada vez que atardece. Cohabitan guerristas,
renovadores, independientes de postín, convergentes, terceras vías y comunistas
reciclados. Un conglomerado de ambiciones y protagonismos particulares que ha
terminado por espantar a los ciudadanos.
La Federación madrileña del PSOE no puede culpar a Zapatero
de sus desgracias electorales. Las repetidas derrotas comenzaron hace veinte años, cuando no había
crisis económica y Zapatero era un diputado del montón, sin relación alguna con
las trifulcas internas que asolaban a su partido en Madrid. Zapatero sacó al
PSOE de las catacumbas y lo llevó hasta la Moncloa, pero sus colegas
capitalinos seguían combatiéndose los
unos a los otros, ajenos a un electorado que paradójicamente se confesaba de
centro izquierda. Empeñados en sus disputas, improvisando operaciones
estrafalarias sin futuro alguno, perdieron
todo el poder: el Ayuntamiento de Madrid, la presidencia de la Comunidad, la
gerencia de las empresas públicas y las plazas emblemáticas del llamado
cinturón rojo. Por si esto no fuera suficientemente, el porcentaje de votos
cosechados se va empequeñeciendo sin
parar.
En este aquelarre se han quemado todos los brujos: Barranco,
Morán, Almeyda, Lissavetzky, Simancas o Sebastián. Otros, más intuitivos o más
listos, consiguieron retirarse a tiempo. Me refiero al desaparecido Gregorio
Peces-Barba, a Pepe Bono y a Javier Solana. Ninguno de los citados se
tragó la cicuta que las distintas agrupaciones tenían reservada para ellos. Y
en eso, como dice el son cubano, llegó Tomás Gómez, aupado por los mismos que
acabaron con sus antecesores, dispuesto a modificar la situación sin que nada
cambiara. Desde entonces parecen bien instalados en la oposición, disfrutando de su nueva sede, bien calentitos en los puestos remunerados
que la vida pública reserva para los perdedores, contentos con lo que
tienen y pidiendo a sus santones laicos
que se queden como están. Durante muchos años no se les ha visto en los tajos,
en las empresas de los polígonos industriales, en las asambleas de indignados o en las repetidas movilizaciones populares que
se concentraban en su territorio político. Cuando Tomás Gómez se apareció entre
los desfavorecidos era ya demasiado tarde.
Los socialistas madrileños, dirigidos por su pertinaz
Secretario General, perdidos en su
laberinto de pasiones, han permitido que en su nido se incubara un huevo ajeno
y nacido el pájaro Podemos no saben cómo espantarle para que no se coma todo su
alpiste. Tomás Gómez quería seguir en el
machito, con esa pinta de galán de película española que Dios le ha dado,
ignorando el descenso de votos que padece su partido y los pésimos resultados
que cosecharía su candidatura, sin elaborar un proyecto concreto que recupere a
sus votantes defraudados y pueda ganarle a la mayoría natural del Partido
Popular. Tendrá el apoyo de una parte de la militancia, pero con esa ayuda seguiría paseándose por la
céntrica Gran Vía, tan próxima al Palacio
de la Puerta de Sol que ahora ocupa Ignacio
González. Sin embargo, Gómez siempre podrá vender un tranvía a los que aún le
aplauden.