domingo 07 de diciembre de 2014, 13:51h
Si Mariano
Rajoy, que ya afirma que va a ser candidato en 2015, en lugar de decir que será
el partido quién decida quién lo elija cuando toque -viva la democracia
interna- y Pedro Sánchez, que ni siquiera él puede decir que lo será, sin
permiso de Susana Díaz... si ambos quieren tener alguna opción de gobernar la
próxima legislatura con una cierta autonomía, ya pueden ponerse las pilas y
empezar desde ahora a hacer cosas muy diferentes a las que hacen. El descrédito
de las instituciones, provocado por el
desmedido afán de los partidos de gobernar de espaldas a la democracia y a los
ciudadanos, de utilizar esas instituciones en beneficio de intereses
partidistas y de no afrontar ya mediante pactos las reformas necesarias, están
posibilitando la desafección de los ciudadanos y llevándonos a todos a una
situación en la que pueden tener responsabilidades de gobierno quienes pueden
rematar definitivamente la democracia y la libertad.
La quiebra
del Estado de Derecho sólo se puede afrontar hoy mediante una reforma profunda
de la Constitución. Se puede hacer con normalidad si PP y PSOE, con otros
aliados, se ponen a trabajar en serio, o se puede dejar para el futuro,
comprometiendo así que haya que hacerla con la participación de quienes no
creen en el sistema democrático. Se puede hacer desde el poder -difícil, por
falta de voluntad y por exceso de partidismo- o se puede hacer dando voz a los
que saben: catedráticos, intelectuales, filósofos, pensadores, expertos no
vinculados a los partidos que propongan ideas desde la sociedad civil y desde
la inteligencia en libertad para afrontar el futuro. A los políticos no les
interesa nada lo que va más allá de los cuatro años de una Legislatura. A los
ciudadanos nos debería interesar qué país vamos a tener dentro de diez o veinte
años.
Esa reforma
debería incluir la del Parlamento, cada vez menos representativo de la voluntad
ciudadana y más dependiente de los aparatos de los partidos; la de la
organización territorial del Estado, para poner punto final a la reclamación
permanente de los nacionalismos y conseguir que los españoles sean iguales y
tengan los mismos derechos, vivan donde vivan; la del Tribunal Constitucional,
errado tantas veces por su dependencia política; y la de la Justicia, usada arteramente
por los políticos, desenfrenada en la regulación legislativa, carente de pactos
indispensables y culpable de una fuerte inseguridad jurídica que aleja a los
ciudadanos de la defensa de sus derechos y protege a las grandes empresas y a
las Administraciones públicas. No hacer esta reforma cuanto antes no sólo es
una frivolidad, sino un inmenso error político.
La
corrupción de algunos de los que deberían haber sido los más ejemplares ha
cavado el descrédito de todos los demás, en muchas ocasiones cómplices por
omisión o por tolerancia de esos comportamientos. La parte buena es que gracias
a algunos jueces, realmente independientes, y a los medios de comunicación, con
todos sus defectos, los corruptos acaban en los papeles, en los banquillos o en
las prisiones. Sin ellos, el estado de Derecho ya estaría definitivamente
enterrado.