Me apetece / No me apetece
lunes 17 de noviembre de 2014, 09:48h
Hablemos hoy de Filosofía, de esa disciplina con nombre
proveniente del griego que, desde siempre, se nos ha dicho que no es otra cosa
que el "amor por la sabiduría". Una disciplina cuyo
conocimiento, en forma de asignatura, va en evidente declive a medida que avanzan los
planes educativos (¡y no tenga la
tentación de contar los que llevamos en
los últimos 15 o 20 años, porque no me gustaría que acabase deprimiéndose!). La tónica constante,
y cada día se hace más patente es que a
nuestras autoridades educativas parece que les interesa que las nuevas
generaciones sepan cada vez menos lo que
hacen, y que aún menos se paren a pensar
por qué lo hacen. Sin embargo, y sin
tener conciencia de ello, la filosofía se practica cada vez más aunque, como digo, sin saberlo.
Háblele, si no, a esos jóvenes y no tan jóvenes, cuyo verbo favorito es apetecer y que siempre conjugan en reflexivo y en primera persona del presente de indicativo y
en forma afirmativa o negativa, según
convenga: me apetece; no me apetece. Dígales, por ejemplo, que su actitud coincide
tanto como un facsímil y un original, con la filosofía hedonista (en griego, h?don?, 'placer'), según
la cual es eso, el placer, el principal fin de la vida, y su búsqueda el
mejor empeño posible de cuanto hacemos. A
los primeros hedonistas se les llamó egoístas
porque, para ellos, la satisfacción de los deseos personales inmediatos
constituye el principal fin de la existencia,
sin tener en cuenta a las otras personas. No entraban en formularse ningún esquema de valores porque esos valores podrían
ir en contra del supremo fin que les guiaba.
Una segunda generación de hedonistas (algo
más moderada, o menos radical, se diría
en el lenguaje de hoy), los epicúreos,
o hedonistas racionales, pensaban que el placer verdadero es alcanzable tan
sólo por la razón. Vamos, que iban un poco más allá al tener, incluso, en
cuenta las consecuencias que podría acarrear
esa búsqueda absoluta del placer, tanto en los demás, como en sí mismos. Por
eso, les importaba mucho la virtud de la prudencia y el dominio de sí mismo.
Las cosas discurrieron sin muchas variaciones entre los hedonistas hasta hace
muy poco tiempo, ya en las postrimerías del siglo XVIII y principios del XIX,
en que surgió otra variante de esta filosofía denominada utilitarista. De acuerdo con ella, el criterio final del
comportamiento humano es el bien social, y el principio que guía la conducta
moral individual es la lealtad a aquello que proporciona y favorece el
bienestar de la mayoría.
Sentido del deber
No hace falta, pues, avezado lector, que le subraye que en nuestros
tiempos hemos vuelto a los más puros
orígenes hedonistas porque la inmensa mayoría de nuestros semejantes (hablo del ámbito occidental, por supuesto)
están empeñados las 24 horas del día en disfrutar, disfrutar y disfrutar, por
encima de todo y de todos, aquí y ahora. No allí, o mañana, no: para ellos, el placer no puede ni
debe esperar.
La cultura cristiana, entendida como forma
de ver la vida, como vía de organización de la existencia humana , teniendo siempre en cuenta y
fundamentalmente a los demás, está desgraciadamente
en franco declive entre nosotros, aquí y
ahora. Durante muchos siglos ha intentado compatibilizar la devoción, con la obligación, fórmula esta última que se asocia con el verbo deber. Si caen ahora en la cuenta,
seguro que llegan como yo a la conclusión de que ese es un verbo prácticamente
desterrado del diccionario ( si no de la RAE, si en el
de uso habitual de los
hablantes) o ya en vías de extinción.
El problema es que, no ya los cristianos, sino también los
utilitaristas son franca minoría frente
a los que podríamos llamar inconscientes hedonistas egoístas. Si el hombre y la
mujer no
dejan de mirarse al ombligo, y no echan una miradilla al de los demás,
no acabarán nunca de ver la belleza de la diversidad y de la diferencia, ni encontrarán
nunca tampoco el placer del interés por el otro, o del trabajo bien hecho, que beneficia a
nuestros semejantes. Ellos se lo pierden. Morirán tan burros como viven.
Columnista y crítico teatral
Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)
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Comentarios
Últimos comentarios de los lectores (1)
31837 | Mª Luisa - 17/11/2014 @ 12:02:43 (GMT+1)
Habría que cambiar el refrán:
"Primero la devoción y luego la obligación".
Así nos luce el pelo.
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