De la fractura a la trinchera
viernes 17 de octubre de 2014, 11:04h
No
es fácil calibrar ahora, metidos como estamos en el ahogo al que ha
llevado Mas a Cataluña y a España toda con la aprobación, es de
suponer, de Convergencia, la distancia que unas veces aparecía y
otras no de Unió, y el aplauso entusiasta de Esquerra, no es fácil,
digo, calibrar en medio de esta vorágine de absurdos las
consecuencias sociales que ha dejado sobre todos nosotros esta
aventura que ni siquiera entro a calificar.
Me
da igual hoy lo que pase el 9-N, me da exactamente igual la legalmente
inútil declaración unilateral de independencia, no me importan
demasiado los amores y desamores de unos partidos y otros. Lo que
verdaderamente me preocupa es esa fractura absurda que me ha
convertido por definición en "enemigo" de lo catalán y a los
catalanes en enemigos míos. Porque no es verdad. Porque nunca fue
verdad y aun recuerdo cuando Barcelona era lo más parecido a Europa
que teníamos a mano y la tarde en que Vázquez Montalbán me
adelantó en un café de Las Ramblas la idea a la que estaba dando
vueltas sobre una novela cuyo protagonista iba a ser un detective
gallego. Recuerdo a Pere Gimferrer, a Terenci y a Llach y a la Russell
y al Nano Serrat al que tanto quiero y a aquel Bocaccio de la
"izquierda divina" donde todos éramos bien acogidos y se
discutía de lo divino y de lo humano y lo humano y casi lo divino
era Christa
Leem
una
muchacha/musa que hacía estriptís y que se nos murió demasiado
pronto. Recuerdo cuando un ayuntamiento cercano a Barcelona me invitó
generosamente a portar durante unos metros la antorcha olímpica del
92 que conservo como un tesoro.
Recuerdo todo eso y mucho más,
cuando era monaguillo en la iglesia de San Lorenzo en Lérida y hasta
una noche del premio Planeta en la que llamé Tarradellas a Pujol
-juro que sin querer- y nunca más me volvieron a invitar.
Y
no entiendo cómo hemos llegado a esto.
No
trato de comparar porque las situaciones son incomparables, pero en
viajes a mi País Vasco había zonas en las que era mejor no entrar y
conversaciones que era mejor no tener ni tan siquiera en familia. No
sé hasta qué punto esa especie si no de violencia soterrada sí de
conveniente silencio impuesto y tácito, está empezando ya a
extenderse por una tierra que nunca fue así.
"El
enemigo es el estado español" han dicho; pero es que yo formo
parte de ese estado y me niego a que nadie me considere por eso
enemigo de los catalanes. Es que yo no creo en la secesión pero no
por eso voy a dejar de amar a una tierra y a unas gentes -incluso
familia- que opinen de otra manera. Hasta ahora eso no había pasado
y era posible discutir sin insultos ni descalificaciones; los
políticos iban por un lado y la calle por otro y en los comercios y
la gente te hablaban -y aun te hablan- en el idioma en el que los
dos nos entendíamos. Pero de pronto todo se ha precipitado de una
forma artificial casi por métodos científicos de inoculación de
eslóganes insostenibles e incompatibles con la realidad. El orgullo
sencillo de ser catalán no está reñido con nada y la carga
sentimental de laboratorio con la que se ha alimentado ese orgullo en
estos últimos años ha degenerado en muy poco tiempo en una fractura
dolorosa y difícilmente restañable a corto plazo.
Todo
esto no tiene sentido y, lo que es peor, no va a tener salida fácil.
Como ciudadano me preocupa el devenir político de la aventura de
Mas, pero como persona me entristece profundamente esta fractura
porque entre todos
me terminarán poniendo en un lado de una trinchera artificial que no
existía y en la que no quiero estar.