La obra cumbre del
norteamericano Eugene O'Neill, "El largo
viaje del día hacia la noche", se representa en el Teatro Marquina, desde
principios de septiembre pasado, y con
una pareja de lujo,
Vicky Peña y
Mario Gas (los padres, Mary y JamesTyrone) acompañados por tres actores jóvenes, pero de
una extraordinaria calidad:
Juan Díaz y
Alberto Iglesias (los hijos,
Edmun
y Jamie)y
Mamen Camacho (la
criada, Cathleen).
Con anterioridad, esta obra solo ha podido verse en
cuatro ocasiones en España: En 1960 la estrenó
González Vergel, en el Lara. Casi treinta años más tarde volvió a
la escena (Español, 1988) dirigida por
Narros
y
Layton.
John Strasberg la montó de nuevo en el Albéniz, en 1991. Y, por
último,
Álex Rigola la dirigió en La
Abadía, en 2006.
En los primeros ochenta, el Gas director quiso montar
la función en el Romea. Después, el Gas actor tuvo que decir no a algunas
ofertas que lo tentaban para encarnar a uno y otro hijo. Hace solo unos meses,
estaba a punto de comprar los derechos de esta obra para montarla, cuando le
llamó
Alejandro Colubi, el
empresario del Marquina para hacerle una oferta que iba a sorprenderlo. El
director
Juan José Afonso tenía muy
claro que Vicky Peña y Mario Gas tenían
que ser la pareja protagonista de la pieza del
autor norteamericano. Afortunadamente, Gas y Peña aceptaron, porque,
durante las dos horas y media que dura la función, en excelente adaptación de
Borja
Ortiz de Gondra, los dos dan una lección de interpretación profunda y contenida a la vez. Y no les van
tampoco a la zaga Juan Díaz y Alberto
Iglesias. Con tan complicada y afortunada carambola del destino, ganamos todos:
teatro y espectadores.
Drama familiar
Eugene O´Neill (1888-1953) inauguró el
género (o subgénero, por ser más precisos) del drama familiar en el teatro
americano, inundado de frustraciones,
secretos, incomprensiones, enfrentamientos
y falta de empatía entre todos los personajes. Tras él, hay una larga y
fructífera serie de autores y obras que
pueden encuadrarse en este género:
Arthur
Miller,
Tennessee Williams,
Clifford Odets,
Edward Albee,
Tracy Letts
o
Sam Shepard, (que, por cierto,
tiene también obra en cartel,
"True West",
en los Teatros del Canal, que ya hemos comentado en estas páginas y que tiene
muchos puntos en común con este "El largo viaje del día hacia la noche".
La pieza teatral pone sobre el escenario una jornada
en el verano de 1912, que transcurre en una casa familiar en la playa,
propiedad de un actor, James Tyrone, con un pasado de niño pobre, que lo han
convertido en un padre tacaño y frustrado por no haber podido representar nunca a Shakespeare, su autor
idolatrado. La madre, Mary, es una mujer
drogadicta, que trata de ocultar y ocultarse, sin lograrlo, su
extrema debilidad y falta de voluntad frente a los estupefacientes, que
necesita como agua de mayo para desfigurar una realidad que no le gusta, y
para superar el enorme dolor que le
supuso perder un hijo, muerto con muy
pocos años. Completan el cuadro familiar los hijos supervivientes, Edmun y Jamie,
absolutamente dependientes de sus padres, y adictos al alcohol, por razones
distintas, uno con tuberculosis y el otro, actor que trabaja con su padre.
Los monólogos circulares entre todos los personajes
quieren convertirse en diálogos pero los
miembros de la familia Tyrone no acaban nunca por escucharse y todas son
tentativas frustradas. Los cuatro parecen huir hacia alguna clase de libertad pero
en realidad son incapaces de encontrarla
para escapar de esas frustraciones cotidianas, de esos dardos envenenados que supone cada frase que se lanzan. En la familia, todo es desolación,
angustia y desesperanza, que la austera decoración (apenas cuatro sillas y una
mesa blancas) hace aún más dura, y que un cercano, insistente y turbador sonido
de bocinazos de los barcos que transitan cerca de un faro próximo a la casa
veraniega, hacen aún más sórdido, inquietante y turbador el ambiente en el que se destroza la familia
Tyrone. A la tensión del ambiente
colaboran también las proyecciones de
Eduardo Moreno en las que un mar en calma, poco a poco, se va enfureciendo. Y, metidos como estamos ya, en
aspectos técnicos, no queremos dejar de
reseñar tampoco el trabajo de iluminación de
Gómez Cornejo y el de vestuario y decorado, a cargo de
Elisa Sanz.
Aunque la obra original de O´Neill tiene una duración
aproximada de cuatro horas, la versión que podemos ver en estos días en el
Marquina dura, como ya se ha indicado, dos y media, más unos diez minutos de un
necesario descanso, que da cierto respiro a un espectador de primera fila ante
lo que podría parecer un sencillo psicodrama familiar, pero que la pluma de O´Neill supo convertir en una tragedia,
lamentablemente demasiado cercana a los tiempos que corren, incluso casi un
siglo después en la sociedad moderna. Esa es la característica que hace
universal a una obra y esta, sin duda, lo es. Una cita inexcusable para el espectador que busca en el teatro mucho
más que pasar un rato agradable en buena compañía, y con un texto lúcido acerca
de uno de los muchos males que aquejan a la familia en nuestro tiempo: la
incomunicación.