Vaya
por delante que me alegra saber que, tras muchos meses ignorando la palabra, el
término 'regeneración' ha pasado a formar parte del léxico de
Mariano Rajoy. Me
provoca una cierta esperanza el hecho de que el presidente del Gobierno haya
dejado de hacer oídos sordos a una petición lanzada, en su mensaje de
Nochebuena, nada menos que por el jefe del Estado, entonces
Juan Carlos I:
había que regenerar la vida política, dijo el monarca, encontrándose con un
estruendoso silencio. Desde entonces, han, hemos, sido muchos los que han, hemos,
insistido en la necesidad de proceder a una reflexión en profundidad acerca de
cómo mejorar la calidad de la democracia española y sobre lo imprescindible de
ponerse ya manos a la obra. Porque Rajoy ha dibujado un trazo grueso, y
personalmente se lo agradezco. Pero mucho más se lo agradeceré cuando nos
concrete qué medidas, con qué extensión y en qué plazo piensa presentar ese
paquete de acciones que contribuya a evitar el deterioro del sistema. Porque,
si es precisa una regeneración, será, digo yo, porque atisbamos una cierta
degeneración.
Deterioro
en el engranaje democrático hay, y no solamente, claro, en España: ahí está el
discurso, estimo que algo demagógico e irrealizable, del líder de 'Podemos',
Pablo Iglesias, aplaudido este martes por bastantes diputados de varios grupos.
Ya sé que la eurocámara es variopinta y está llena de grupúsculos más o menos
esotéricos; pero eso no invalida el hecho de que cada vez más hay sectores
ciudadanos que reclaman cambios apresurados, acelerados y no cosméticos: Lampedusa,
con su 'es preciso que algo cambie para que todo siga igual', nada tendría que
hacer en estos momentos de inquietud europea, y no digamos ya española: se
reclama ruptura más que evolución. Creo que tanto la socialdemocracia como el
liberalismo, o, si usted quiere, la derecha moderada y la izquierda posible y
posibilista, deben, cuanto antes, hacer los deberes y fabricar una hoja de ruta
no simplemente reformista, sino regeneracionista, y ponerse a ello cuanto
antes.
Así
que me congratulo de que, al menos, Mariano Rajoy haya planteado una serie de
cuestiones que están lacerando la cada vez más sensible piel ciudadana: hay,
claro, muchos aforados, más que en todos los países europeos juntos, y Rajoy ha
detectado lo que sin duda es un agravio para el hombre de la calle; pero
también es verdad que sigue existiendo mucho faraonismo, mucha duplicidad,
mucha ineficacia y mucho boato en las administraciones, y de esto, ni palabra.
Y sugiere Rajoy que hay que arreglar la ley electoral, de manera que se eviten
cambalaches y pactos 'contra natura', sobre todo en los ayuntamientos. De
acuerdo, pero yo pienso que hay que ir mucho más allá: consagrar la
obligatoriedad de las elecciones primarias, de la limitación de los mandatos en
ciertos cargos, desbloquear las candidaturas electorales. Por ejemplo. Tampoco
es que eso que sugiero sea la revolución francesa, precisamente: es
perfectamente factible sin tener que poner boca abajo las estructuras del
Estado.
Como
tampoco me basta, señor Rajoy, que se avenga usted graciosamente a admitir
-ahora-- la posibilidad de reformar la Constitución, pero solamente si hay pacto con
otras fuerzas para hacerlo. Usted, señor Rajoy, 'es' el Gobierno, el máximo
poder ejecutivo, y es a este poder al que corresponde dar los primeros pasos,
sin esperar a que una oposición ahora algo desnortada -esa es otra-- venga a
proponerlo. Que, por cierto, ya lo hizo en el pasado, recibiendo la callada por
respuesta.
De
manera que, ya digo, me alegra que se hable del tema, pero ahora espero que se concrete
un calendario de actuaciones ejecutivas, legislativas y judiciales para que
tengamos la seguridad de que, por fin, nuestros representantes empiezan a
escuchar el vocerío de esa calle tan ignorada, la pobre.
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