Yo diría que, en la tribuna
de prensa del Congreso de los Diputados, estábamos casi tan pendientes de
Artur
Mas e
Iñigo Urkullu, situados al frente de todos los presidentes autonómicos,
como de las dos preciosas hijas de los reyes
Felipe VI y
Letizia, dos niñas que
hacen más por la Monarquía que muchos con sus proclamas legitimistas. Los dos
presidentes de las comunidades más 'históricas' fueron rácanos en
el aplauso, lo mismo ante la llegada a la Cámara Baja de la Reina, acompañada
de su hija
Elena -de
Cristina nada se supo, ni tampoco se la esperaba-como
durante y al final del discurso del nuevo Rey, que, en cambio, entusiasmó a Sus
Señorías: ví aplaudir con lo que me pareció bastante calor a la bancada
socialista y hasta a la de los nacionalistas catalanes; claro que estos, en su
mayoría, eran de Unió. Izquierda Unida y otros convencidos republicanos se
ausentaron de la histórica efeméride, pero tampoco andaban por los alrededores
con banderas tricolores, que fueron prohibidas. El orden, ya que no exactamente
la euforia, reinó -nunca mejor dicho-- en las calles esta jornada.
Aplaudir o no aplaudir, esa
era la cuestión. Y, en una encuesta de urgencia, primero a la salida del acto
parlamentario, y después en la recepción en el Palacio de Oriente, saqué la
impresión de que el discurso de Don Felipe VI había gustado, aunque acaso no
entusiasmase. Claro que en ambos lugares el público estaba previamente
convencido. Gustar a casi todos es más fácil, claro, que entusiasmar a una
mayoría. Esa frase, dos veces repetida por el nuevo Rey -sin duda para
que no es escapase a nuestro fino olfato periodístico-de que quiere "una
Monarquía renovada para un tiempo nuevo" no pasó desapercibida. Como
tampoco que "en esa España unida y diversa cabemos todos". O que
la Corona debe ser "íntegra, honesta y transparente". No era un
texto demasiado diferente a los últimos que ha pronunciado su padre,
Don Juan
Carlos, en las últimas ocasiones. Es más: el Rey saliente llegó a decir algo
que su hijo no ha osado, como que la política española necesita una "regeneración".
Don Felipe salió, así, a
torear el toro acaso más difícil de su vida dispuesto a gustar a todo el
respetable, aunque no cortase dos orejas y rabo, lo que es un símil taurino sin
duda poco agradable para el nuevo Monarca, poco aficionado a la Fiesta. A mí,
personalmente, que aprecio las virtudes del nuevo jefe del Estado, me gustó,
aunque esperaba, acaso, un poco más: una leve referencia, quizá, a posibles -e
imprescindibles-- modificaciones en la Constitución, una alusión más explícita
a Cataluña. En una hora, el acto en las Cortes había concluido y Don Felipe,
que estrenaba, entre otras muchas cosas, su uniforme de capitán general, saludó,
tiese y marcial, a diputados y senadores, que, puestos en pie, le aclamaban,
mientras arriba, en la tribuna de invitados, dos bastante hieráticos Urkullu y
Mas componían un pequeño, muy pequeño, aplauso de compromiso, tal vez para que
el flamante orador supiese que el dinosaurio del problema catalán y el del
vasco siguen ahí, como en el cuento de Monterroso.
Demasiado bien lo sabía Don
Felipe, cuyo texto estaba lleno de referencias a la unidad de España, a la
concordia, al pacto, al entendimiento...El Rey no estaba allí, fue el gran
ausente. Pero sí estaba la Reina Sofía, que enviaba besos con la mano a su hijo
bienamado en la jornada de su gran triunfo. Luego, Don Juan Carlos sí
aparecería en el balcón de la plaza de Oriente, en una composición familiar
cariñosa que, me temo, no siempre se corresponde con la puntual realidad. Pero
es obvio el deseo de comenzar de nuevo y allí estaban también
Leonor, princesa
de Asturias desde ayer, y
Sofía, su ya se ve que muy discreta hermana pequeña -aplaudía
solamente cuando debía, se abstenía cuando no-como demostración de que el
futuro está abierto, y no tiene por qué ser peor.
A continuación, la recepción
en el Palacio de Oriente. Algo más de dos mil invitados en la ceremonia más
multitudinaria que se haya vista jamás en ese local. Asfixiante espera para dar
la mano a los nuevos Reyes, en la que se mezclaban desde
Isidoro Álvarez hasta
el jurista
Antonio Garrigues, desde
Florentino Pérez hasta
Miguel Induraín,
pasando por
Enrique Ponce, todos los que fueron algo -y viven-de UCD,
de Alianza Popular, de antiguos gobiernos del PSOE, militares, el presidente de
la Conferencia Episcopal -que me pareció que se colaba en el eterno besamanos;
puede que no--...en fin: allí estaban los ex presidentes del Gobierno -que
sí se hablaron, como pudimos ver, en el Congreso de los Diputados, aunque no
había efusividad en sus gestos entre ellos-- , muchos grandes empresarios y
algún banquero, bastantes uniformados con muchas condecoraciones y directores
de periódicos nacionales, magistrados y muchas gentes que no suelen dejarse ver
por las recepciones palaciegas. Gentes que conocieron el franquismo, el
juancarlismo y, ahora, el felipismo se mezclaban en confuso abarrotamiento.
Era obvio que, aunque muchas
caras eran las mismas, allí se inauguraba una nueva era. Aguardé una hora
sofocante para estrechar la mano de Don Felipe y Doña Letizia con la mía, ya
sudorosa. Les deseé suerte: de que les vaya bien depende, creo, que nos vaya
bien a todos nosotros.
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