Este
momento en el que escribo es, me parece, el de homenajear al Rey saliente, que
ha cumplido catorce mil días, casi treinta y nueve años, en el cargo y que en
la tarde de este miércoles firmaba solemnemente su abdicación. He tenido la
fortuna de poder cubrir informativamente los últimos años del dictador y los
casi cuarenta de reinado de
Juan Carlos I -incluso acompañándole en algún
viaje-- , y espero que esta suerte profesional se me extienda a los primeros
tiempos de
Felipe VI. Tres épocas necesariamente diferentes, porque nadie en su
sano juicio puede pensar que la que le corresponde a Felipe de Borbón es una
continuación de la que tuvo a Juan Carlos de Borbón como jefe del Estado.
Los
mil días de Juan Carlos, el Rey que abdicó por propia voluntad, tras pensárselo
mucho, eso sí, han estado llenos de acontecimientos, han tenido más claros que
oscuros, pero también de esto último ha habido, cómo no. Pero, pensándolo y
repasándolo todo con un libro de la historia de España en la mano, no cabe más
remedio que pedir a los dioses que, cuando peor estemos, estemos como ahora:
hemos disfrutado de una democracia mejorable, pero democracia al fin; hemos
conocido una era de paz de duración casi inédita en los últimos siglos. Y,
hasta cierto punto, pienso que podemos afirmar que ha sido una era de
prosperidad también prácticamente inédita en el país.
Todo
ello, ya digo, con los patentes claroscuros, con las corrupciones que han
jalonado las últimas décadas, con la falta de transparencia que ha
caracterizado las relaciones de las instituciones con los ciudadanos, lo que ha
llevado a la desconfianza de la gente respecto de estas instituciones; y,
claro, con la legión de parados que constituyen la peor pesadilla patente en
todas las encuestas. No puedo olvidar las desigualdades económicas cada vez más
evidentes. Nada debe silenciarse en la hora del balance. Pero, para quien lleva
más de cuarenta años de mirón profesional, asomado a las primeras filas de
butaca para ver la escena, es decir, alguien como quien suscribe, la conclusión
no puede ser más que positiva: el Rey ha significado un principio de equilibrio
político e incluso, con todo, territorial; ha respetado y hecho respetar la Constitución, ha
actuado como mediador y como primer agente comercial del país, se ha ganado el
respeto -en no pocos países, incluso el cariño-- internacional. Ha sido
un patriota, mucho más allá de decisivas actuaciones puntuales, como la de
aquella noche del 23 de febrero de 1981.
Claro
que catorce mil días y catorce mil y una noches dan para mucho: para algunos
escándalos, para sembrar algunas dudas que han hecho descender la popularidad
de la Monarquía
en España, para algunos deslices familiares, no directamente imputables estos
últimos al Monarca, pero en los que, de alguna manera, se le puede reprochar
una excesiva benignidad hacia las trapisondas de su yerno y las presuntas de su
hija. Ha sido un Rey poco afortunado familiarmente, quizá porque él se lo ha
buscado, pero que ha encontrado en su hijo al mejor heredero posible; en ese
sentido, y en otros muchos, Juan Carlos de Borbón, que ha apurado la vida a tope,
ha sido, es, un hombre con suerte. Y creo que nosotros, los españoles, hemos
tenido también la suerte de poder compartir esta época con él.
La
pregunta, ante este cuarto de hora histórico, es: y ahora ¿qué? Espero que
Felipe VI, en su discurso de este jueves, ilumine algunas de nuestras muchas
incertidumbres.
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