miércoles 11 de junio de 2014, 07:48h
Es muy posible que haya petróleo bajo las aguas costeras de
las Baleares y las Canarias, pero hoy por hoy y desde hace ya muchas décadas,
la economía productiva de ambos archipiélagos se alimenta principalmente de los
ingresos que les proporciona su industria turística. Muchos millones de
visitantes extranjeros, el cuarenta por ciento de los que llegan a España, se
aposentan cada año en nuestras islas. Vienen atraídos por una oferta imbatible
de sol y playa, diversa y profesionalizada, adaptada a todos los bolsillos, que
les garantiza el baño en aguas tranquilas y limpias, un clima apacible y
bondadoso, una alimentación copiosa y saludable, la seguridad que buscan, los
divertimentos que les encandilan y toda la juerga nocturna que sean capaces de
aguantar. Últimamente, espabilados por
la durísima competencia de otros reclamos emergentes, los empresarios
nacionales han aquilatado los precios, han erradicado buena parte de los abusos
de antaño, han mejorado la mediocridad de algunos productos y han añadido
nuevos destinos y nuevos equipamientos para satisfacer las demandas de los
turistas más selectos. El presente y el futuro de una parte fundamental de
nuestro sector turístico está en tierra firme, por mucho que algunos iluminados
pretendan encontrar petróleo en las plataformas marítimas de las islas.
Todos los gobiernos de España, desde los tiempos de la
autarquía franquista hasta nuestros días, parecen empeñados en agarrar por el
pescuezo a la gallina turística de los huevos de oro. Resulta milagroso que
haya sobrevivido, pujante y ponedora, a tanto abuso irresponsable. A lo largo
del desarrollismo compulsivo de los años sesenta, Manuel Fraga y sus
correligionarios políticos advirtieron que muchísimos foráneos, ajenos e insensibles
a las normas dictatoriales que aquí padecíamos, se dejaban caer por nuestras
costas para tostarse al sol español, participar en nuestros festejos atávicos y
financiarse unas estupendas vacaciones con sus poderosas divisas. Sabían
perfectamente que estaban introduciendo al zorro democrático en el corral del
nacionalcatolicismo, pero la patria necesitaba monedas fuertes para sufragar el
crecimiento planificado de la economía nacional. Fue entonces cuando se levantó
un muro de cemento y ladrillo en buena parte del litoral mediterráneo,
compuesto de bloques interminables y apartamento y hoteles baratos, merenderos
de poca monta y centros comerciales. Aquella barbaridad terminó por
desfigurarlo totalmente. Por si no fuera pequeño el destrozo perpetrado,
también se encontró hueco para centrales nucleares, centrales térmicas de
carbón, complejos siderúrgicos y papeleras nauseabundas.
Aquel turismo masivo de clases medias y populares, propias y
extrañas se adaptó al caos urbanístico y siguió multiplicándose sin
alteraciones apreciables. La democracia se benefició también del invento,
equilibrando así nuestra balanza de pagos y agrandando la burbuja inmobiliaria.
A lo ya hecho se añadieron las urbanizaciones destinadas a segunda residencia,
las hileras abrochadas de adosados y cientos de campos de golf repartidos por
todas partes. Al calor de tanto negocio relacionado con el turismo, se alumbró
una nueva casta de especuladores avispados, financieros del dinero opaco, constructores
sin escrúpulos y políticos corruptos.
El turismo ha sido, y aún lo es, el salvavidas imprescindible
de la coyuntura económica, el último recurso que nos ha salvado de hundirnos
totalmente en la recesión y el flotador inmenso al que se han asido millones de
trabajadores amenazados por el desempleo. En lo que va de año ha crecido más
del nueve por ciento, lo que significa más de diez millones de turistas en solo
tres meses, con un gasto medio de seiscientos euros por cabeza. Bueno será que
recapacitemos y no salpiquemos nuestros mares con plataformas petrolíferas, no vaya a
sucedernos que las mareas vayan y vengan perfumaditas de brea, tal y como cantaba Joan Manuel Serrat. Los
turistas volverían petroleados a sus países, y todo el andamiaje turístico se
nos podría venir abajo.