lunes 09 de junio de 2014, 09:50h
Estamos
viviendo el traspaso tranquilo de la titularidad de la Corona de España de
padre a hijo. Con la naturalidad de un acto familiar. Esta es la virtud de la
tradición monárquica del que deriva su fuerza integradora, estabilizadora y
suprapartidista. La monarquía no es un arcaísmo de la arquitectura política
sino una sublimación de esta arquitectura que sitúa, en la clave del Estado,
una Institución a imagen y semejanza de la célula básica de la sociedad humana:
la familia con su vocación de permanencia y unidad.
Es
sobradamente sabido que una estructura democrática, basada en la representación
social conferida a través de votaciones, puede culminar, también, en una
persona electa durante un plazo más o menos limitado. Pero es evidente que este
procedimiento adolece de circunstancias negativas porque la función
presidencial, reducida a símbolo, solo es eficaz si está guarnecida con
elementos de poder efectivo, tal y como sucede en las repúblicas presidencialistas
en mayor o menor grado, como Estados Unidos, Francia o las repúblicas
iberoamericanas, por ejemplo. Estas jefaturas de poder directo, habitualmente
prorrogables más de un mandato, enturbian el ambiente de la división de
poderes, oscureciendo el papel de los gobiernos y de los parlamentos. Su
eficacia se basa en la acumulación de poder en la figura del Jefe de
Estado-Presidente que debe ser apoyada por el partido que la ha promovido y
soportada resignadamente por sus adversarios. Suponen la preeminencia gestora, sin
imparcialidad, de un sector mayoritario y la acumulación de poder personal en
unas solas manos.
El
peso de la Corona emana, por el contrario, como un factor de moderación y
arbitraje, de una línea histórica intemporal que, con el aforismo del "reina
pero no gobierna", mantiene una "auctoritas" más prestigiosa que ejecutiva que
no oprime sicológicamente a ninguna de las tendencias que compiten en la arena
del pluralismo. La Corona es depositaria de sentimientos de identidad colectiva
y, por ello, puede hacerse notar en las cuestiones de interés general sin
entrometerse en las luchas de intereses parciales. De este concepto
suprapolítico milenario deriva su capacidad de ofrecer una imagen de
permanencia intemporal, tanto hacia el interior como hacia el exterior de una
nación. Las relaciones de la Corona con el poder y con la oposición y con la
vida internacional se desarrollan a tiempo indefinido y, por tanto, sirven para
mantener prestigiosamente relaciones esenciales que vinculan a unas naciones
con otras y, también, a unos sectores políticos con otros.
Es,
por ello, una estupidez querer condicionar la Corona a controles refrendarios o
electorales porque, en este caso, se la despoja de sus virtudes, como son la
intemporalidad y la independencia de los vaivenes políticos de temporada. Se
trata de una institución permanente, solamente regulable constitucionalmente
por las instituciones resultantes del conjunto de la sociedad que confluye en
la sede de la soberanía nacional y no por pasiones coyunturales o efímeras. Si
cada vicisitud de la Corona, en vez de discurrir exclusivamente de acuerdo con
los consensos constitucionales que la definen, se sometiese al albur de
controversias de actualidad sería una especie de republicanismo mistificado,
con todos sus defectos de partidismo y temporalidad.
Por
supuesto que hay quien prefiere un republicanismo pretérito, parcial,
apasionado y escorado a babor. Es conocido el simplismo igualitario que lo
inspira. Pero quienes sienten esta elemental pasión debieran, cuando menos,
mirar por el espejo retrovisor de la historia y comprobar cómo las grandes
décadas constructivas y pacíficas fueron consecuencia del éxito de
instituciones estables y los fracasos históricos, en todo tiempo y lugar, se
han producido por jugar al balón con la cabeza del Estado.
Existen
diferentes clases de repúblicas. Suponiendo que estos republicanos españoles
piensen en una república parlamentaria similar a nuestro sistema actual, es muy
difícil deducir en qué consisten sus ventajas y fácil ver sus inconvenientes.
Si lo que pretenden es imponernos un régimen presidencialista había que
protegerse contra un terremoto político de consecuencias impredecibles y
posiblemente liberticidas. Ese viejo
folklore republicano que propone liquidar el consenso constitucional,
despreciar la mayoría parlamentaria y poner en cuestión el peso de la Corona,
desentendiéndose de los procedimientos legalmente previstos, no es cosa de
gente demócrata sino pasión antidemocrática de populistas incultos y
excluyentes, de fondo totalitario, incapaces de comprender la trascendencia de
la llegada al trono del primer sucesor de la pura Transición democrática.
Ex diputado y ex senador
Gabriel Elorriaga F. fue diputado y senador español por el Partido Popular. Fue director del gabinete de Manuel Fraga cuando éste era ministro de Información y Turismo. También participó en la fundación del partido Reforma Democrática. También ha escrito varios libros, tales como 'Así habló Don Quijote', 'Sed de Dios', 'Diktapenuria', 'La vocación política', 'Fraga y el eje de la transición' o 'Canalejas o el liberalismo social'.
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elorriagafernandezhotmailcom/18/18/26
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