La mejor manera de cargarse
una Constitución todavía válida, aunque necesitada de retoques, es defenderla
más allá de lo razonable. O acogerse a los supuestos ultraortodoxos que
sugieren que lo que está fuera del texto legal es, simplemente, inexistente. Lo
acaba de hacer el fiscal general del Estado, el por otra parte admirable
Eduardo Torres-Dulce, en una declaración que es más que un lapsus, me temo, y
contiene toda una carga de principios espero que no inamovibles: "lo que está
en la Constitución, está en la Constitución, y lo que no está, no existe en la
vida política y social de España", ha dicho el buen jurista -lo digo sin la
menor ironía-que es Torres-Dulce, en frase inmediatamente aplaudida, claro
está, por el ministro de Justicia,
Alberto Ruiz-Gallardón, que no pierde
ocasión de desacertar.
La Constitución, en su
integridad actual, se esgrime contra las pretensiones catalanas de convocar un
referéndum lo mismo que se emplea como escudo contra quienes pretenden, al
margen de toda lógica y prudencia política por otro lado, celebrar alguna
suerte de plebiscito sobre la forma del Estado: ¿Monarquía? ¿República? Al
disidente de cualquier tipo se le echa encima la ley fundamental, a la que se
presenta desde las instancias oficiales como intocable e intocada; ya
digo, es acaso el peor servicio que se pueda prestar ahora a un texto vigente
desde 1978, que sirvió impecablemente para salir de una dictadura y enfilar el
rumbo hacia una democracia descentralizada en lo territorial, más social en lo
económico, más plena, lógicamente, de derechos políticos para los ciudadanos.
Los tiempos cambian, entramos
-es obvio-en una nueva era. Y puede que los textos que servían para justificar
la defensa frente a los presuntos o reales errores -y, a mi modo de ver,
plantear aquí y ahora tanto la consulta secesionista catalana como la
pretensión de que el Gobierno convoque un referéndum sobre la Corona son dos
graves equivocaciones-ya no sirvan en la misma medida en la que sirvieron. La
Constitución necesita una reforma en muchos aspectos, comenzando por el Título
VIII, que regula las autonomías, pero no solamente en eso: es obvio que la
primera etapa de la 'era Felipe VI' ha de incorporar una seria reconstrucción
constitucional, que incorpore no solamente un repintado de algunos, bastantes,
artículos. Pienso que existe toda una concepción, tras la Constitución, que
exige incorporar a la carta magna una nueva mentalidad: la de la necesidad de
una forma diferente de gobernar, de entender el territorio nacional y las
distintas aspiraciones que conviven en ese territorio.
Tiene razón
Mariano Rajoy
cuando advierte a quienes quieren consultar a la ciudadanía acerca de si
quieren el advenimiento de una República de que primero habrán de intentar
cambiar la Constitución. No se pueden abrir los melones de manera tan alegre
como lo han hecho Izquierda Unida, 'Podemos' u otros grupos minoritarios,
incluyendo acaso una pequeña parte del Partido Socialista. Resulta perfectamente
legítimo, faltaría más, expresar opiniones divergentes que no pasen por la
Corona. Lo mismo digo para el independentismo de
Artur Mas. Lo que les falla es
la estrategia y también la táctica. Y acaso hasta la concepción de lo que debe
ser una democracia, que implica no cambiar las reglas del juego en lo más
sensible de la partida. Llegando, a veces hasta a despreciar lo que significan
las mayorías parlamentarias.
Pero eso no significa -y lo
digo desde mis presupuestos sólidamente monárquicos y partidarios de la unidad
de España-que estas reglas hayan de ser inamovibles, y menos usarse contra los
gritos que se escuchan en la calle, aunque sean gritos minoritarios. Para
solidificar la unidad del país es necesario completar el debate acerca de cómo se
sentirían cómodos los nacionalistas catalanes y vascos dentro del Estado. Para
consolidar a
Felipe VI, que sin duda no podrá reinar -y eso es bueno-como su
padre, hay que aceptar un debate franco, honesto y generoso con quienes
no le quieren sentado en el Trono, que yo pienso que son los menos, pero eso
qué importa. Lo que nunca ha de hacerse es utilizar las reglas, llámense
Constitución, como arma arrojadiza y excluyente, porque el texto fundamental
significa exactamente los valores contrarios, y siento decírselo a mi antiguo
compañero y siempre admirado Torres-Dulce. Y a quienes con él comparten lo que
considero un grave error.
-
Todo sobre la abdicación del Rey>>
-
El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>>