La
Zarzuela ha dado por fin el paso esperado. Y un rey joven,
Felipe VI,
se instalará en breve en la jefatura del Estado, lo que acarreará
un nuevo tiempo, a todas luces necesario, y nuevas formas, estas
últimas más que necesarias en un país que se estaba desbocando en
los últimos años, no porque el sistema esté en crisis, como hoy
mismo ha aclarado el historiador
Santos Juliá, sino porque están
fallando las prácticas políticas. Por eso, las formas a partir de
ahora son sumamente importantes. Primero, en el proceso de sucesión,
que -a mi juicio- debe de transcurrir fuera de boatos y en un
escenario de austeridad civil y lo más representativo posible, y
después en la manera de ejercer su menester el nuevo rey,
adaptándose a la realidad de lo que es hoy la actual España. O,
mejor dicho, las diferentes Españas.
Conociendo
a Felipe de Borbón, y también su preparación y su encaje
generacional, esto no debe de ser difícil, aunque tampoco fácil. La
España de 2014 no es la de 1975. Y mucho menos, la de otros momentos
borbónicos de su reciente historia. Es una España muy
reivindicativa, acuciada por una grave crisis económica y social,
atacada por el mayor desempleo de su historia, con jóvenes talentos
que tienen que emigrar a otros países para poder desarrollar sus
legítimas aspiraciones profesionales, con una corrupción que
salpica en demasía a los poderes públicos, con dos partidos
mayoritarios desgastados en una democracia que apenas ha cumplido sus
primeros cuarenta años, con una Constitución que reclama reformas
profundas, y con un serio problema territorial, en Cataluña y en el
País Vasco, cuyas soluciones se agotan. Y que, a tenor de la
velocidad de cómo se desarrollan los acontecimientos, está
provocando divisiones irreconciliables.
Creo
en una España federal, que no es un planteamiento novedoso porque ya
se barajaba en los albores de la I República. Y que, si la clase
política representativa se pone de acuerdo, permitiría el encaje de
las dos principales singularidades territoriales en una nueva España,
a ser posible duradera, además de un nuevo marco de convivencia
ciudadana, hoy más reclamado que nunca. Como periodista que he sido
de la Transición, ni soy republicano ni voy a serlo. Tampoco me
siento monárquico en cualquiera de sus sentidos. Construimos
entonces una España reconciliada, reconocedora de la diversidad y
estable política y económicamente. También en lo social. Y en ese
modelo de sociedad civil y democrática me instalé. Pero, pasado los
años, todo lo andado requiere de una exquisita evolución. Y, a la
vista de lo que está ocurriendo en este país, pienso que no se ha
sabido aprovechar todo lo que da de sí el importante edificio que
tanto costó construir, loado entonces en todo el Mundo. Y cerrado a
cal y canto últimamente por algunos.
Nada
mejor que un día como hoy para interpretarlo como ideograma de un
tiempo nuevo que comienza y que, como reacción inmediata, sirva para
crear un marco de reflexión entre todos de manera que, como en
aquella Transición, unos y otros cedamos posiciones y encontremos el
camino idóneo para convivir juntos, respetándonos en lo que nos
diferencia y uniéndonos en lo que nos beneficia como Estado. Claro
que es posible ese tiempo nuevo, como creo que no sería acertada esa
III República que con rencor propugna
Cayo Lara. Porque la República, nacida y renacida como proyecto idílico en sus dos únicas
versiones históricas como consecuencia de despropósitos
monárquicos, fracasó estrepitosamente en España. Y no la
promovieron en exclusiva las izquierdas intransigentes, sino
fundamentalmente intelectuales liberales progresistas con visión
responsable de Estado que después se desalentaron, entre otros
Castelar y
Salmerón, en el caso de la Primera, y
Marañón,
Ortega y
Pérez de Ayala, en la Segunda.
Soy de los muchos
españoles en desafecto con el rey
Juan Carlos por el cúmulo de
desaciertos personales que ha cometido en los últimos tiempos. Y
también por haber permitido que la corrosiva corrupción se
instalara en el seno de su propia familia. Sostengo que él ya ha
pagado la factura, lo que hace hoy patente con su renuncia al trono.
Y quienes dentro de su familia están sometidos a procesos judiciales
de irremediables condenas serán los tribunales los que procedan a su
castigo como ocurriría con cualquier otro ciudadano en esas mismas
circunstancias. Esto, no me impide valorar positivamente el discurso
real de la abdicación. El rey ha sido sincero. Y ha hecho lo que
muchos deseábamos. La historia le juzgará, probablemente más por
sus aciertos que por sus defectos. Pero hoy ha estado a la altura. Y
ha abierto un camino que espero que, si no la ilusión, sí nos
devuelva a los españoles el respeto a la institución que hasta
ahora ha encarnado.
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