Cuando el año 2006 tocaba a su
fin, el balance de dos décadas de pertenencia de España a la Europa comunitaria
no podía ser más optimista. Un libro editado por la Oficina de Publicaciones
Oficiales de las Comunidades Europeas (en coedición con Plaza & Janés),
firmado por José Luis González Vallvé y Migue Ángel Benedicto bajo el sugerente
título de La mayor operación de solidaridad de la
historia, incidía en el río de solidaridad europea que había
beneficiado a España a través de la transferencia de unos ciento dieciocho mil
millones de euros. Los logros no sólo se plasmaban en la construcción de nuevas
infraestructuras sino también en el incremento del PIB en un punto anual o del
empleo en un dos por cien, contribuyendo, de paso, a situar la renta española
al nivel prácticamente de la media europea. Europa aparecía como una "utopía
factible", en opinión de Joaquín
Estefanía.
Siete años después, en el verano
de 2013, el barómetro del Real Instituto Elcano (RIE) reflejaba una situación
muy diferente. La "eurofrustración"
se había apoderado de los españoles, inmersos en un sentimiento de desamparo
respecto a la UE. No obstante, dicha frustración no se acompañaba de
"euroescepticismo" porque la UE era la segunda institución internacional más
valorada por los españoles, tras la ONU, y nuestro país seguía estando entre
los más europeístas de la Unión. El Eurobarómetro del RIE del otoño de 2013 vino
a añadir otro elemento negativo, el "eurodesconocimiento"
-ocho de cada diez españoles manifiestan estar poco informados sobre los
asuntos europeos?, corroborado en el último eurobarómetro, conocido
recientemente; y en éste se ha sumado otro hecho preocupante, que casi la mitad
de los españoles consideran poco
importantes las elecciones al Parlamento Europeo.
El día que se celebran unos comicios
mucho más trascendentes de lo que perciben los ciudadanos, podemos decir, como
la canción de Presuntos implicados, "Cómo
hemos cambiado, qué lejos ha quedado aquella amistad". Huelga decir qué ha
pasado en estos años. Una crisis brutal, de origen financiero y norteamericano,
que devino en crisis de deuda y del euro y que ha afectado dramáticamente a
Irlanda y a los países del Sur de Europa, con especial incidencia en España. En
nuestro caso, por el estallido de la burbuja inmobiliaria y el mal
funcionamiento de instituciones clave (políticas, judiciales o económicas).
Conviene insistir en otra gran
"burbuja", la montada en torno al supuesto despilfarro español. El economista
norteamericano Paul Krugman nos ha enseñado -aunque apenas haya trascendido?
que los problemas fiscales españoles son consecuencia de la crisis, no su
causa, desmontando el mantra de que "hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades" -repetido también, paradójicamente, por el primer ministro
socialista francés, Manuel Valls? y ha calificado la austeridad fiscal impuesta
por Alemania a sus socios europeos como "El
suicidio económico de Europa". Otro colega suyo, también premio Nóbel,
Joseph E. Stiglitz, en una línea complementaria, ha recordado que "La
cura para la economía" pasa por lo contrario de la austeridad, pues
necesita de programas de educación y formación con fondos estatales.
La "campaña
vacía", como la ha titulado Lluís Bassets, no ha ayudado en nada a mejorar
ni el conocimiento ni a superar la frustración respecto a las instituciones
europeas. No sólo ha pasado de puntillas sobre las alternativas económicas
propuestas por Stiglitz o Krugman. También sobre las del economista de moda, el
francés Thomas Piketty, cuya última obra, Capital en el siglo XXI, aún no
traducida al español, plantea un escenario tan pesimista como sugerente de
crecimiento económico lento y desigualdades crecientes. En su opinión, las
altas tasas de crecimiento de la Europa de posguerra fueron la excepción pues, desde
una perspectiva histórica más amplia, contrasta la estabilidad del incremento
del rendimiento del capital (en torno al 5%) con la del crecimiento económico
(entre el 1% y el 1,5%); y, si nos centramos en las últimas décadas, observamos
cómo se ha quebrado el anterior equilibrio capital-trabajo forjado en las tres
décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial.
En el contexto actual, de
emergencia de un capitalismo patrimonial, Piketty advierte que la desigualdad
seguirá aumentando si no se corrige mediante la actuación de los gobiernos a
través de políticas redistributivas, incrementando la presión fiscal sobre las
grandes fortunas. Se trata, a su juicio, de una "utopía
útil" pero viable en el seno de la Unión Europea. En el fondo, lo que
defiende en un lenguaje académico es la idea popular de que nadie se hace rico
trabajando. Pero, sobre todo, echa por tierra dos mitos: 1) que se puede volver
a la época dorada de crecimiento a partir de la austeridad fiscal; y 2) que el
desarrollo económico irá reduciendo las desigualdades. Su análisis es tan
crítico de las políticas económicas y sociales neoliberales y ofrece tantas pistas
para una reformulación de la estrategia socialdemócrata que no puede extrañar
que haya solicitado explícitamente el voto a la candidatura socialista encabezada
por Martin Schulz en un artículo publicado en el diario francés Libèration. En definitiva, cuestiona
tanto la supuesta entrada en la senda del crecimiento económico y el empleo, propagada
por el gobierno de Rajoy y sus voceros, como la nostalgia por las políticas
redistributivas y de pleno empleo del Estado del bienestar clásico. Y va más
allá. Propone mutualizar la deuda pública y crear un gobierno económico del
euro y su correspondiente órgano parlamentario.
Pero la desafección europea no
sólo se resuelve con nuevas estrategias económicas. También políticas. La
crisis no sólo ha traído el "austericidio". Se han denunciado el Estado
"anoréxico", una "democracia
secuestrada" (Bassets), la "democracia en conformidad con el mercado" (marktkonforme demokratie, de Angela Merkel)
y los "nuevos
protectorados" (Ignacio Ramonet). El control de daños ha sido posible gracias
a lo que Joaquín Estefanía ha definido como "ideología
del miedo"; también por el contrapeso frente a la indignación ciudadana que
ha supuesto lo que he denominado en otro momento como "el síndrome de la gata loca".
En un libro de pronta aparición,
J. Ignacio Torreblanca se pregunta ¿Quién
gobierna en Europa? Reconstruir la democracia, recuperar a la ciudadanía
(La Catarata). Ya dio pistas este politólogo en trabajos previos de cómo "recuperar
la ciudadanía". La desafección europea no
puede separarse de la desafección ciudadana. Los tres niveles causantes de la
misma (global, europeo y nacional) requieren, a su juicio, respuestas adecuadas
para recuperar la capacidad de actuación y control democrático en los tres
ámbitos. Hay quien aspira (Francesc Trillas) a recuperar esa soberanía
ciudadana arrebatándosela a los mercados, apostando por lo que, en su opinión,
une a la inmensa mayoría de catalanes y españoles, el apoyo a la democracia y
al proyecto europeo, contraponiendo "Federalismo
contra reduccionismo". Sin embargo, los estados-nación siguen impidiendo la
federación del continente. El politólogo francés S. Naïr habla abiertamente de El desengaño europeo (Galaxia Gutemberg,
2014). Pero el español Luis Moreno califica como obsoletos a unos estados-nación
a los que acusa en su Europa sin Estados. Unión política en el
(des)orden global (Catarata, 2014) de dificultar tanto la unión
política como el mantenimiento del modelo social europeo.
Los españoles, como miembros de
la UE, estamos llamados hoy a las urnas. Pese a la escasa valoración ciudadana
y la nula pedagogía política al respecto, no podemos obviar que el Parlamento
Europeo representa a la ciudadanía comunitaria y, por primera vez, puede hacer
valer su voz para que, al frente de la Comisión -que representa los intereses
de la UE, en su conjunto?, se sitúe el candidato propuesto por el grupo parlamentario
más votado. Es una vertiente light,
si se quiere, de la soberanía popular pero no es desdeñable en un contexto de
tanta devaluación democrática. Aunque no propone normas, el Parlamento Europeo
puede oponerse a las emanadas de la Comisión y tiene un papel relevante en el
proceso presupuestario, que tanto condiciona las políticas económicas
nacionales.
Hoy toca centrar la mirada en utopías útiles, dejando de lado
filias y fobias o luchas políticas locales, regionales o nacionales. Los
candidatos no lo han puesto fácil. Tampoco sus partidos. Sus aparatos han
preferido, a la hora de encabezar sus listas, el dedazo a la consulta a la
militancia; sus dirigentes han elaborado discursos con promesas y acusaciones
domésticas; y, en el plano estratégico, la división ha primado sobre la alianza
de intereses, sin tener en cuenta que los europarlamentarios deben integrarse
en grupos políticos -olvidando sus pertenencias nacionales? pese a haberse
presentado, en ocasiones, en candidaturas enfrentadas. En Bruselas o
Estrasburgo no sirven las promesas electorales internas. Veremos esta noche si
han pensado en esto los electores a la hora de depositar la papeleta. No ha
llegado aún el momento de elegir a candidatos municipales, regionales o
nacionales y exigirles respuestas a los problemas y retos más cercanos.
Lo que
se decide hoy es cómo contribuir, con nuestro voto, a reconducir un proyecto
europeo que, en manos de las élites y de espaldas a los ciudadanos, ha devenido
de sueño en pesadilla y corre el riesgo de tener sus días contados. De nada
sirven las decisiones en clave micro sobre lo que se resuelve en un plano
macro. Es Bruselas la que condiciona a Madrid, Barcelona o Cuenca y no al
revés. Está por ver si los electores descontentos con la deriva "austeritaria"
han optado más por las candidaturas más fuertes para frenar sus efectos o, por
el contrario, han preferido castigar a quienes incumplen la supuesta pureza
ideológica.
Angel Luis López Villaverde
Universidad de Castilla-La Mancha. Facultad de Periodismo