Hay quien piensa que las pasiones y la política son como
el agua y el aceite: no mezclan bien, y cuando lo hacen se echan a perder. ¿No
es la política una práctica dedicada a la discusión racional sobre los asuntos
que se refieren a la vida en común, de la que debemos alejar toda pasión o
afecto particular? Aunque, ciertamente, no deberíamos dejar la política
enteramente en brazos de las pasiones, desatenderlas supone, como poco, hacer
de la política una práctica elitista incapaz de conectar con lo que nos
mueve en la vida real.
Esta orientación racionalista hace de la vida y sus
pasiones un asunto apolítico, naturalizando lo que nos pasa: el tópico de
"las cosas son como son" convierte nuestra vida en algo inevitable.
Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando políticos profesionales como
Cospedal definen la corrupción como una mala pasión individual, consustancial a
la naturaleza humana. Así bloqueamos la posibilidad de abordarla como un
problema que tiene que ver con unas determinadas condiciones estructurales,
económicas, sociales y culturales que pueden ser discutidas y modificadas
colectivamente, es decir, como un asunto netamente político.
No podemos vivir sin fantasías y deseos. Nuestra vida con
otros no se reduce al despliegue calculado y frío de un programa racional. En
nuestra vida cotidiana, cuando aspiramos ingenuamente a controlarlo todo,
finalmente nos damos de bruces con eso incontrolable que forma parte de lo que
somos. Igualmente, cuando dejamos las pasiones, los malestares, etcétera, fuera
de la política, como si fueran un reducto irracional, un asunto patológico o
una debilidad moral, terminan por retornar, con frecuencia, de la manera más
virulenta.
En esta dirección, podemos observar cómo se ha venido instalando
en nuestro contexto europeo una dicotomía muy cuestionable. Del lado de la
racionalidad política dominante (aquella que reduce la política a la mera
gestión técnica de lo que hay, sin que ello pueda ser otra cosa: "hay que hacer
lo que hay que hacer" dicen los políticos), encontramos la desvalorización
elitista de las pasiones políticas populares y las identificaciones colectivas,
la descalificación del rechazo al orden establecido como demagogia, y la
censura de las protestas en la calle como fenómenos de masas irracionales y
totalitarias. En el lado (aparentemente) opuesto, encontramos la política
neofascista que pone las pasiones populares al servicio del rechazo a las
diferencias y la exclusión de los otros para, finalmente, mantener y explicar las
injusticias dentro del actual marco socioeconómico. En realidad, ambas
posiciones apresan la realidad entre dos falsas alternativas que hacen inviable
que las cosas puedan ser de otra manera: o la extensión del inmovilismo y la
impotencia en nombre de la democracia, o el totalitarismo
antidemocrático.
Precisamente porque queremos romper con ambos, nos parece
imprescindible escapar de esta falsa dicotomía haciéndonos cargo de la
importancia política de las pasiones. No queremos elegir entre dos malas opciones.
Ni la democracia sin pasión, ni la pasión sin democracia. Apostamos
rotundamente por más democracia con pasión.
Entendemos la política, más que como un debate racional
entre posiciones que defienden sus intereses en un escenario público, como el
mismo proceso de constitución de una posición colectiva que cuestiona el orden
establecido poniendo en el centro el interés común, lo que es de todos y para
todos, para hacer viables otras maneras de estar juntos. Por eso, hacer
política consiste en hacer (democráticamente) más democracia. Para que ello sea
posible es necesaria alguna forma de pasión colectiva que permita movilizar y
sostener este proceso.
Lejos del ideal individualista de un sujeto desapegado y
sin vínculos que decide autónomamente, entendemos que el compromiso y el
protagonismo democrático no pasa por una deliberación racional individual o
colectiva, sino por una toma de postura subjetiva compartida con otros. Por eso
no hay posición política propia que no esté en deuda con alguna forma apasionada
de vinculación colectiva. Rescatemos algunos ejemplos de ello. La movilización
de las sufragistas a partir de una reivindicación particular, el voto para las
mujeres, que ejemplificaba una transformación social general; el liderazgo
carismático de una persona,
Gandhi, puesto al servicio de un proceso político
colectivo como la independencia de la India; la fidelidad a un método, la
desobediencia civil, en las luchas del Movimiento por los Derechos Civiles en
EE.UU. en los años sesenta; la fuerza compartida de las Madres de la Plaza de
Mayo por sostener la causa común de la memoria; o un modelo organizativo como
el de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, bien arraigado en la vida
cotidiana, para construir desde abajo una vida digna.
En Podemos no contamos todavía con la fuerza de ninguna
de estas formas de identificación, pero no renunciamos a las herramientas que
tenemos a nuestro alcance para confluir apasionadamente en un proyecto
colectivo de profundización y construcción democrática. Se trata de una
invención política por hacer, sin garantías, pues no hay atajos ni recetas.
Sabemos que no valen las buenas intenciones, sino los resultados prácticos.
No podemos abandonar las pasiones. Ni las tristes,
dejando que el malestar se convierta en culpa individual o en resentimiento, ni
las alegres, renunciando a prolongar el proceso de protagonismo y
profundización democrática que estamos viviendo en estos años. Tenemos al
alcance de la mano la posibilidad de que los aires de cambio que hemos respirado
en las calles se hagan realidad también en las instituciones. Y depende en
buena medida de nuestra capacidad de hacer más democracia con pasión.
Comisión Podemos de Cultura
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