lunes 05 de mayo de 2014, 08:07h
Se
habla mucho de reforma constitucional como panacea para curar las tensiones
territoriales y superar el desgaste del paso de los años en cualquier
estructura política. Todos los mecanismos necesitan revisiones y, en la
práctica, las Constituciones de todos los países con estabilidad democrática
sufren reformas. También nuestra Constitución fue reformada por dos veces. Su
artículo 13 para adaptarla a las circunstancias de la incorporación de España
al Tratado de la Unión Europea. Su artículo 135 para facilitar la gestión
financiera del Estado en las vicisitudes de la crisis económica padecida. La
clave de las reformas constitucionales es que se mantenga el espíritu de
consenso con que fue redactada, aprobada y refrendada. En ambos casos operaban
las conveniencias del proceso de integración europea pero nunca tendencias a la
disgregación o secesión que jamás provocarían consenso sino disenso.
Hoy,
cuando se habla de reformas constitucionales, da la impresión de que se buscan
fórmulas para reacomodar la Constitución de 1978 a la experiencia práctica del
llamado Estado de las Autonomías que, a lo largo de 36 años, ha puesto de
relieve sus ventajas y sus defectos. En cualquier caso para mejorarla y no para
agravar sus grietas ni para romperla, como parecen desear sus oponentes de uno
y otro extremo. Siempre de acuerdo con el interés general y no con pretensiones
parciales. La virtud de la Constitución de 1978, en comparación con otras
antecedentes, es que es fruto de un consenso reconciliador y no de una
imposición del poder establecido. No fue una Constitución de vencedores y
vencidos sino un compromiso entre todos, lo que la diferencia de otras, como la
de la II República, hecha por los republicanos y para los republicanos,
entendidos por tales los eufóricos teorizantes de un izquierdismo sectario y
excluyente que no concebía que la democracia pudiera otorgar el poder dentro
del sistema a tendencias de otro signo. Por ello, la Transición se hizo "de ley
a ley" tras una previa Ley para la Reforma política aprobada por las antiguas
Cortes españolas y refrendada por el pueblo, que permitió unas elecciones
generales con presencia de todos los partidos políticos, incluidos comunistas y
nacionalistas, de la que emanó un poder legislativo plural capaz de proponer un
texto acordado y no otorgado ni impuesto. Este espíritu no puede ser degradado
por reformas que solo sirvan a intereses coyunturales de partido o de
territorio y es por lo que los procedimientos de reforma legalmente previstos
exigen mayorías parlamentarias y plebiscitarias cualificadas.
La
cultura del consenso es la clave de la concordia constitucional y su abandono
nos haría retroceder a la dinámica de inestabilidad y confrontación de la
borrascosa historia de los dos siglos precedentes de nuestra historia. Corregir
los notorios defectos de nuestra vida política actual no puede hacerse a costa
de favorecer la crispación, el secesionismo o la violencia, promoviendo un
ambiente de enfrentamientos radicales que hagan inviables los grandes acuerdos.
En nuestra actualidad algunos creen que una reforma constitucional indefinida
podría mejorar el diseño del Estado y su despliegue territorial, lo cual no es
verdad ni mentira, sino una simple hipótesis imprecisa y carente de ninguna
base previa capaz de promover un consenso general.
Solo
se han producido hasta la fecha reformas justificadas por el proceso de
integración europea, admitida de buen grado por la inmensa mayoría de los
españoles. Da la impresión de que, en un futuro, el avance de la construcción
europeísta va a propiciar nuevas reformas, especialmente en el campo de la
fiscalidad y de la solidaridad social. Pero no parece que tengan ningún sentido
reformas para promover separaciones que perjudican al proyecto común europeo.
Tampoco parece que, desde un punto de vista interno, las reformas imaginables
se promuevan para estimular los gérmenes nacionalistas que complican la unidad
de mercado nacional y segregan entidades políticas que, como primer paso, tienen la inevitable
consecuencia de anular los tratados internacionales suscritos por los Estados
actuales, abriendo nuevas y complejas negociaciones para cada una de las partes
supervivientes a las supuestas secesiones.
No
puede contemplarse ninguna idea de reforma constitucional como un camino para
complacer a aquellos que actúan contra la unidad de los Estados, como decía
Rabindranath Tagore: "Fabricando mentiras y verdades a medias sobre los hechos
históricos, presentando desfavorablemente a otras razas y cultivando
sentimientos de animadversión hacia ellas, conmemorando sucesos que a menudo
son falsos y debieran de ser olvidados rápidamente por el bien de la
humanidad." Muy por el contrario, las reformas constitucionales capaces de
contar con suficientes consensos en el futuro no serán disolventes para
acrecentar la dispersión con que sueñan los políticos regresivos sino aquellas
con intención de reajustar el Estado económico y coordinarlo con realismo y
simplificación. Deberá reformarse la Constitución para corregir los vicios
detectados en nuestro Estado, no para transferir los vicios del Estado
centralista al neocentralismo surgido en
cada capital autonómica. La finalidad de cualquier reforma imaginable y aceptable
no puede ser desmantelar el Estado sino adaptarlo a las tendencias de unidad
europea, de globalización económica y de sentido común. Ninguna reforma, ni tan
siquiera un cambio radical, puede desconocer la realidad metapolítica de que
una Constitución es consecuencia de la existencia de una unidad básica previa y
que la unidad no es el fruto de la Constitución sino su origen. La invocación
al refrendo de una Constitución reformada solo puede inspirarse en la
conciencia de que existe una unidad histórica previa y no un proyecto
controvertido y parcial que no cuenta con un asentimiento popular proporcionado
en toda la dimensión que abarca la norma. En consecuencia toda reforma
constitucional viable, como fruto de un acuerdo unitario, será un refuerzo del
principio de unidad y coordinación y nunca un atajo para desintegrarla. Una
reforma integradora, no disgregadora.
Ex diputado y ex senador
Gabriel Elorriaga F. fue diputado y senador español por el Partido Popular. Fue director del gabinete de Manuel Fraga cuando éste era ministro de Información y Turismo. También participó en la fundación del partido Reforma Democrática. También ha escrito varios libros, tales como 'Así habló Don Quijote', 'Sed de Dios', 'Diktapenuria', 'La vocación política', 'Fraga y el eje de la transición' o 'Canalejas o el liberalismo social'.
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elorriagafernandezhotmailcom/18/18/26
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