No, hoy prefiero no escribir, en este resumen semanal, sobre Cataluña,
porque, lamentablemente, nada nuevo, en cuanto a esperanzador, se ha producido bajo este sol. Hoy quisiera
hablar, con cierto optimismo, sobre ese cáncer que ha sido, es, la corrupción.
Y es que a veces me atrevo a preguntarme si no estaremos ante el comienzo de
algo nuevo, inédito en las tres últimas décadas de la vida política española. Cuando coinciden en el tiempo una denuncia pública
nada menos que del fiscal general del Estado, que airea la falta de medios y de leyes contra una
corrupción que él considera excesiva, y el presidente del Tribunal de Cuentas,
que nos narra que se detectan irregularidades en prácticamente todos los
partidos, algo ocurre en un país. En este caso, en España. Ya no se trata
solamente de lo que va contando el recluso
Bárcenas acerca de los manejos en
las sedes del PP, ni de la algo errática instrucción de la juez Alaya sobre lo
que va encontrando en los aledaños de la Junta socialista de Andalucía. Ahora
son instituciones tan
respetables como la Fiscalía y el Tribunal de Cuentas, las que señalan
que el nivel de corrupción --¿pasada?-ha sido, es, intolerable. Y, aunque me aseguran que la coincidencia en esta pública denuncia
en sede parlamentaria ha sido casual, no deja de ser sintomática.
Diputados en el Congreso,
asistentes a la reunión de la comisión constitucional ante la que
Ramón Álvarez
de Miranda, presidente del Tribunal de Cuentas, hizo esta semana unas revelaciones que, en el fondo, no
lo eran tanto, señalando que
trece partidos y veinticuatro fundaciones muestran irregularidades en su
financiación, dijeron a quien suscribe que probablemente se esté
abriendo en España un 'macroproceso moral' contra la corrupción política. Una
corrupción que, insisten, es cosa más del pasado que de un presente en el que
no se podrían repetir ni casos como Filesa, ni Gürtel -cinco años ya lleva de
instrucción--, ni Bárcenas, ni ERE...O sí; pero lo cierto es que ahora los focos se han puesto de manera
adecuada e insistente sobre la financiación de los partidos, la excesiva
'libertad' de los tesoreros de las formaciones políticas y la impunidad en la
que han vivido unas conductas delictivas que no encuentran excesiva severidad
en el Código Penal ni hasta ahora, en el código moral de la ciudadanía. Y los ciudadanos parecen más preocupados
aún por la corrupción que por lo que está ocurriendo en Cataluña, por ejemplo,
según indican los sondeos.
Y, así, el Tribunal de
Cuentas, que siempre actuó con retraso -cinco años de demora--, ha venido clamando
reiteradamente en el desierto acerca de las extrañas maneras como los partidos
españoles se financiaban: donaciones anónimas y aportaciones de los
ayuntamientos -obviamente, procedentes de recalificaciones y otros excesos
urbanísticos--. Sin que, naturalmente, nadie quisiera oír estos informes de un
Tribunal sin atribuciones ejecutivas y designado de manera poco independiente.
La financiación de los partidos nació de manera irregular, porque había que
financiar muchas campañas, a muchos funcionarios, engrosar sueldos demasiado
escasos de quienes, en principio, se dedicaban al servicio público, y acabaron,
ante la falta generalizada de vigilancia, cuando no por la complicidad de los
jefes máximos de los 'aparatos' partidarios, afanándose en el beneficio de sus
propios bolsillos. Hora es ya
de modificar esta situación.
Así, los últimos días han sido muy reveladores: las comparecencias
parlamentarias del indudablemente idóneo fiscal general,
Eduardo Torres-Dulce,
y del sin duda adecuado presidente del Tribunal de Cuentas, Alvarez de Miranda,
se han sumado al espectáculo dado ante un tribunal por un juez que en teoría
defiende la depuración de la justicia, el procesado por presunta prevaricación
Elpidio José Silva, que convirtió su propio juicio en una charlotada de
presunta denuncia de la falta de esta justicia en España. Ciertamente,
hay que convenir que existe una sensación generalizada de que la justicia
española no es igual para todos. Pero la actitud del juez Silva, lanzado a su
propia campaña para lograr un escaño en el Parlamento europeo, contribuye poco
a la mejora de esa justicia de la que se burló precisamente en sede judicial el pasado miércoles.
Pero todo apunta a un
consenso generalizado, en el propio marco político, en el judicial y en el social,
en pro del fin de las conductas delictivas, irregulares o antiéticas en el
manejo de la vida pública. Por primera vez, el Gobierno de
Mariano Rajoy, que
tanto hizo la vista gorda en el pasado, parece decidido a cortar todo tipo de
abusos y vacíos legales, y en ello debe, y probablemente así será, sentirse
secundado por el principal partido de la oposición y por otras formaciones con
representación parlamentaria. No es la primera vez que un consenso de estas
características se delinea en el horizonte para luego diluirse en la falta de
medidas concretas. ¿Será esta una nueva ocasión perdida? Ya digo: quisiera creer que el viejo sueño, al
menos este viejo sueño, puede hacerse realidad.
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