lunes 21 de abril de 2014, 11:04h
Los llamativos escándalos de financiación ilegal o desvío de fondos
públicos en el caso de partidos y sindicatos tienen un origen común en todos
los países con democracias parlamentarias. El ministro japonés de Exteriores,
Seiji Maehara, renunció hace tres años a su cargo tras reconocer haber recibido
una donación política ilegal. En Francia llegó a los tribunales la financiación
ilegal del partido que llevó a Sarkozy al Elíseo; el llamado "caso Bettencourt". En Gran Bretaña el escándalo le
estalló en las manos en el 2008 al número dos del Partido Conservador, George
Osborne por tratar de obtener financiación ilegal para su partido. Ningún sitio
está a salvo del escándalo, salvo tal vez Suecia. Y no porque sean más
honrados, que lo serán, sino porque carecen de legislación al respecto, y dado
el principio de "nulla poena sine lege" no puede haber así ni delito ni tampoco
titulares escandalizados.
Los partidos políticos y los sindicatos han evolucionado con las
democracias a las cuales sirven de herramientas imprescindibles. De
organizaciones de masas ajenas a las instituciones del estado en la primera
mitad del siglo XX financiadas con las cuotas de sus afiliados y las
aportaciones de donantes particulares a estructuras semipúblicas, cada vez con
menos militantes de carnet y una financiación estatal regulada por severos
controles de las donaciones privadas. Se sustraen así, al menos en teoría, a
las coacciones de los intereses particulares bien ejemplificadas por las
condonaciones bancarias de las deudas de los partidos políticos, algo prohibido
ya por el proyecto de ley orgánica de control de la actividad
económica-financiera de los partidos políticos aprobada por el Consejo de
Ministros el 21 de febrero. Pero no se trata aquí de entrar en los detalles
mejorables o en las carencias de ese intento de limitar las corruptelas en la
financiación de partidos y sindicatos.
El enfoque es el de considerar a esas organizaciones como entes
administrativos sujetos a una detallada normativa reguladora de sus mecanismos
democráticos de funcionamiento interno plasmada en los artículos de la LOPP.
Ese carácter institucional otorga a los partidos políticos, por el simple hecho
de ser reconocidos por el Estado como merecedores de subvenciones o interlocutores
válidos, un aura de legitimidad que dota de autoridad a los mensajes emitidos
por los representantes de esos partidos, aunque su contenido sea una clara
proclama terrorista, antidemocrática, xenófoba o violenta.
La mera verbalización de esos mensajes los enmarca y articula,
plasmando prejuicios y actitudes contrarios a los derechos humanos y políticos
que de otro modo no encontrarían un cauce a través del cual proyectarse. Este
fenómeno parece tener una especial relevancia cuando se trata del mensaje emitido
por partidos extremistas minoritarios. Como en el caso del PNV, CiU o la
derecha francesa con el discurso xenófobo del Frente Nacional de los Le Pen se
ha comprobado, además, que la emisión de mensajes extremistas por parte de
movimientos escasamente representativos provoca un efecto de radicalización en
los partidos mayoritarios más centrados alejándoles de posturas moderadas o de
pactos con otras formaciones distintas, al tiempo que los convierte en cajas de
resonancia de algunos de esos mensajes, alcanzando así audiencias más amplias
mientras se diluye gran parte de su carácter políticamente incorrecto.
La jurisprudencia española niega la obligatoriedad de una "democracia
militante", reconociendo así la legalidad de cualquier proyecto político "siempre
que no se defienda mediante actividades que atenten contra los principios
democráticos o contra los derechos fundamentales de los ciudadanos". Se
penalizan así las actividades, pero no se ilegalizan las opiniones o programas de
partidos que pudieran defender la segregación racial, la xenofobia, el machismo
pasivo-agresivo o la pederastia. Precisamente una sentencia del Tribunal de Apelación de Holanda
ha anulado la prohibición de la asociación pedófila holandesa "Martijn" que
aboga por la aceptación de relaciones sexuales consentidas entre niños y
adultos.
No debería ser válido
ampararse en la libertad de expresión, de reunión o de asociación para
justificar la violencia, el terrorismo, la xenofobia o la pederastia. Y el
Estado, financiador de todos los partidos políticos, puede y debe arrogarse el
derecho de decidir, con todos los controles democráticos necesarios, que
organizaciones son merecedoras del aval institucional. La legitimidad otorgada
a cualquier mensaje por el carácter legal de su emisor, amplificado en el caso
de organizaciones, asociaciones, partidos o sindicatos con publicaciones
difundidas entre el público debería hacernos reflexionar sobre los límites de
lo votable en una democracia cuando su ejercicio incontrolado perjudica la
libertad, la seguridad o los derechos de otros.