martes 15 de abril de 2014, 16:26h
He leído Cien años de
Soledad 39 veces y no acabará este mes sin que caiga la cuadragésima. He leído
toda la obra de Gabriel García Márquez varias veces y no soy el único: GGM
debe ser el autor cuya obra completa ha sido leída más veces y por más lectores
en el mundo.
Hoy, mientras escribo,
se avecina la muerte, hermosa, con su tazón de cacao hirviendo y su rastro de sangre
imparable desde la casa de Aracataca hasta el muelle donde atracara el pirata Drake.
Veo a Mercedes "con su pelo café" caminando tras el féretro, segura de
que acabó su misión vital.
GGM me ha dado algunos
de los mejores momentos de mi vida. Hace años que desconecté de este tráfago
incomprensible, egoísta y petulante que es la vida. Si por mí fuera, si
solamente pudiera, viviría encerrado como un eremita y no haría otra cosa que
leer, leer, leer y escribir de vez en cuando. Con la palabra de Gabo aprendí
que nada en la vida merece la pena, salvo el guaro y el amor.
La primera vez que leí
CAdeS creí que la amistad y el honor los encarnaba Apolinar Moscote. La última
vi con claridad la desesperanza de un hombre aislado físicamente por sus principios
vitales, esos que el coronel Aureliano Buendía supo apreciar en su
contrincante y que buscó inútilmente en su hija Remedios, la niña
impúber con que casó.
Se me han muerto Borges,
Cortázar y Carpentier que me enseñaron el camino de Faulkner -mi visión
de la vida es la de Benji, mi territorio vital se llama Yoknatapaupha-, la
desesperanza del Aleph, la dipsomanía envidiable de Lowry y la
extraordinaria versatilidad de la palabra de Joyce. No comparto con GGM su
gusto por Hemingway, un mal escritor a mi parecer, pero leído alguito de
lo que se publica hoy, un gran maestro en comparación.
La literatura de GGM
ha conseguido burlar a la muerte, engañar al mismo Dios en sus deliquios y
hacer parecer hermoso lo sórdido. El pantanal del sexo, los amores
consanguíneos y la muerte definitiva tras dos hermanos que procrean un monstruo
con cola de marrano. No se trata de lo que enseñan las palabras de Gabo, se
trata de ver de lo que somos capaces los hombres casi siempre sin excusa ni
rédito; solo por envidia, por mediocridad salgadiana o por miedo a la lucha por
la verdad: mejor el dolor ajeno que el sonrojo propio.
Hoy querría llorar por
mi maestro, hoy que la sangre tiñó la luna en toda Colombia -no es metáfora, es
el eclipse sangriento, premonitorio, que ha tenido lugar allá-, hoy que la
muerte baila y viste floreada porque su mejor bardo, borracho, loco, comunista,
malencarado y cabrón, va por fin a cantar para ella, solo para ella. Ya no
habrá más ningún "obstáculo mayor, tan insalvable como imprevisto, que obligue
a un nuevo e indefinido aplazamiento". Ya Gabo podrá quitar la venda virginal
de la mano requemada de Amaranta y calzar los botos gigantes de Aureliano
Segundo o tal vez de José Arcadio, su gemelo con el que en algún
momento trastocó vida y personalidad ante la mirada desconcertada de Úrsula
Iguarán, mi abuela.
Escribo dolorido e ingenuo
como Pietro Crespi y alucinado como Mauricio Babilonia: sus mariposas
amarillas son lo único que me queda de una infancia dolorosa entre aparecidos
antioqueños y negros caribeños de penes gigantes. Te vas, Gabo, y contigo los
últimos vestigios de la literatura. Ya no queda más que rating de audiencias, palabras
medidas al peso y libros-hamburguesa a
los que los paniaguados llaman literatura. No lo sabes, viejo amigo, pero no he
vuelto a comprar un libro de un autor coetáneo desde Noticia de un Secuestro,
aunque he sentido las bascas regurgitando mi empacho por bazofias como La
sombra del Viento, la imposible verdad de Harry Quebert (voy a vomitar y
vuelvo) y cualquier tetralogía nórdica con pestuza a dólares.
Te vas a tiempo y la
vida te castigó con el premio del olvido, como la enfermedad que trajo la india
Visitación. Yo presiento que padezco el mismo mal, pero yo no ansío el
olvido y la vida, mas solo el olvido.