sábado 05 de abril de 2014, 10:14h
Se
decían en la antigüedad definiciones hermosísimas sobre el alma.
También enigmáticas, sobre todo desde ese concepto espiritual de la
belleza que aterriza en el enigma. Y así, aunque los filósofos se
devanaban los sesos en conocer lo incognoscible, siempre dejaban un
camino para que transitara la fantasía del pensamiento y nos
asentara en la orilla de los sueños. La filosofía es una ciencia
tan abstracta que es capaz de permitir los sueños, siempre que se
razonen. Y desde esa fantasía los antiguos soñaban su alma. Unos la
que nos decía Diógenes, una porción de la misma sustancia de Dios.
Otros la de Anaxágoras, un espíritu aéreo inmortal vagando por las
nubes. En el fondo, la sabiduría soñaba una aspiración inmaterial,
inmortal, pues como decía Voltaire, por espíritu sólo podemos
entender algo desconocido que no es el cuerpo.
Pero
hoy ya no es así. La neurociencia cognitiva no nos deja que soñemos
el alma. Hoy la ciencia ve el alma llena de neuronas. Es una especie
de cubículo cerebral en donde danzan los sentimientos provocando las
correspondientes reacciones bioquímicas. Lo acabo de leer en "El
cerebro moral", de Patricia Churchland, una de las mayores
especialistas del mundo en neurofilosofía: que el alma es un estado
mental y que por consiguiente es un proceso cerebral mediatizado por
los correspondientes procesos bioquímicos y ambientales. Patricia
describe incluso la plataforma neurológica de la vinculación
emocional.
O
sea que el alma es puro cerebro. Lo demás es la nada. El alma se va
conformando en lo que se llama la teoría triárquica de la
inteligencia, desarrollada por Argibay, que incluye el contexto
interno del individuo (sus capacidades), el contexto externo (el
ambiente donde se desarrolla) y la interacción entre ambos. Si esto
es verdad -que no sabemos, porque habrá que ver si no lo anula
otro descubrimiento- es una pena. Desaparece el enigma inmortal. Nos
apresamos cada vez más en la materia.
Porque
entre que el alma sea una quinta esencia etérea, como decía
Lucrecio, a que sea una red de neuronas que contiene la ética y los
sentimientos humanos va un abismo. Francis Crick, premio Nobel en el
63 por el famoso descubrimiento de la doble hélice del ADN, con su
obra "La búsqueda científica del alma" inició la
neurofilosofía, esa disciplina que pretende aniquilar los pocos
dioses griegos que nos quedan.
El
asunto es que nos apresan el alma en un tubo de ensayo. Nos la
escanean como a un ratón, para descubrir esas vértebras que la
historia guarda en el polvo de los sueños. En fin, que si el alma
son neuronas esperemos que lleve razón Platón y sean neuronas
eternas, y que cuando seamos polvo, como decía Quevedo, al menos
seamos polvo enamorado.