Hay marejada en
el Gobierno, admiten todos dentro del propio Ejecutivo. La sombra de las
desavenencias entre el los más cercanos a Rajoy y otros, más próximos a la
vicepresidenta. Sería el esquema, muy simplificado, de una situación que exige,
como han venido insistiendo muchos comentaristas y, en privado, gentes
instaladas en el partido en el poder, una urgente remodelación ministerial a la
que Rajoy se niega.
No ha sido esta
una buena semana para
Mariano Rajoy, a quien los miles de ciudadanos que
desfilaron ordenadamente ante el féretro de
Adolfo Suárez comparaban con el ex
presidente, con clara desventaja para el actual inquilino de La Moncloa.
Hay que añadirle las consecuencias de los violentos disturbios protagonizados por
unos energúmenos tras la 'marcha de la dignidad', y completará usted el
cuadro del posible estado anímico del hombre -entristecido además por
circunstancias familiares-- que mayor poder tiene en España, aunque a veces se
le vea impotente frente a los desplantes increíbles de
Artur Mas o frente a
algunas 'ocurrencias' de sus propios ministros, entre los que empieza a anidar
la sombra del cisma.
Hemos vivido una semana de
catarsis, absortos en aquellos tiempos de la transición, pero sospecho que muy
pendientes del inmediato futuro; de ahí las comparaciones, siempre odiosas,
entre el duque de Suárez y el hombre que ahora ocupa su despacho en el palacete
de falsos mármoles situado en la carretera de La Coruña. Yo diría que Rajoy,
por quien confieso mi respeto y a quien reconozco momentos de inteligente
gobernación, corre el peligro, salvadas sean todas las distancias y
circunstancias, de imitar a Suárez... pero en la peor época del ex presidente.
Para mí, está claro que Suárez, el admirable reformista, el regeneracionista,
debería haber abandonado la presidencia del Gobierno ya en las elecciones de
1977 o, como mucho, tras la aprobación de la Constitución. No lo hizo y, a
partir de esta aprobación, el jefe del Gobierno de España se convirtió en un
prisionero de sí mismo en La Moncloa, con un partido, la UCD, cada vez más
dividido, con un distanciamiento creciente de su 'número dos',
Fernando Abril,
y, lo que es más importante, con un país socialmente descontento.
El 'grupo de Haro'
Aún tiene oportunidad Rajoy,
el hombre de los grandes silencios y de la imprevisible administración de los
tiempos, de evitar esta maldición del 'fantasma de La Moncloa'. Pero tiene que
reconocer, en primer lugar, que su Gobierno no funciona: aquella tan traída y
llevada reunión privada en La Rioja de cinco ministros
-el 'grupo de Haro'--, de los cinco ministros a los que él más quiere y
que más le quieren,
García Margallo, Ana Pastor, Arias Cañete, José Manuel
Soria y Jorge Fernández, no fue un encuentro conspiratorio, claro, pero consta
que los cinco, especialmente alguno de ellos, critican en privado la escasa
coordinación en el Ejecutivo en general y la labor de la vicepresidenta
Sáenz
de Santamaría en particular. El tema es recurrente -algunos confidenciales, como el 'Confidencial Digital' últimamente, lo
sacan a pasear intermitentemente--. Como lo
es la mala sintonía entre la vicepresidenta y la secretaria general del Partido
Popular, que también presume de cercanía a Rajoy, fuente de todo poder. Pero lo
cierto es que tampoco en el 'cuartel general' del PP, en la calle Génova, reina
precisamente la armonía: pregúntele usted, si se deja, al vicesecretario
general Javier Arenas.
Consta que entre los
ministros, en los que se aprecia distinto grado de desgaste -enorme el que
afecta estos días al titular de Interior--, el desconcierto es grande ante el
hermetismo de Mariano Rajoy acerca del nombre del 'cabeza de candidatura' del
PP para las elecciones europeas. Ya queda menos, se consuelan, pensando que los
primeros nueve días de abril constituyen el tope para poder hacer el anuncio.
Para alguno de estos ministros, Rajoy trata, con su pertinaz silencio, de hacer
una demostración de poder unipersonal, lo contrario de lo que está ocurriendo
en el PSOE que empieza a cuartearse con las
elecciones primarias, pero que son democráticas elecciones
internas al fin y al cabo. Y algún personaje en el Gobierno con el que he
tenido oportunidad de hablar estos días acepta 'in extremis' la comparación con
el Suárez de 1979 hasta su dimisión en 1981, pero advirtiendo de que "Rajoy
tiene el timón en la gestión económica, en la que acierta pese al evidente
malestar de mucha gente empobrecida, tiene el timón en política exterior y
sigue controlando, básicamente, aunque sea con fracturas, el partido y el
Gobierno. Y de tentaciones de dimisión, nada".
Hay además, estiman quienes
conocen de cerca aquel pasado -y, durante el velatorio en el Congreso tuve
oportunidad de hablar con muchos de quienes compartieron aquellos días con
Suárez--, una gran diferencia entre estos tiempos y aquellos: Suárez no pensaba
estar viviendo en el mejor de los mundos, ni se atrevía, en sus cada vez más
escasas comparecencias públicas, a decir que todo iba bien. Eran, ya digo,
otros tiempos, claro. Y aquí siguen todos,
pendientes del menor movimiento del hombre que tanto se piensa y tanto
restringe cada uno de sus pasos, Mariano Rajoy.
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