Un país con mala conciencia
miércoles 26 de marzo de 2014, 07:38h
Un profundo remordimiento de mala conciencia afloró el
domingo pasado en toda España. Yo fui uno de los muchísimos españoles que
recibió con extrema dureza la llegada de Adolfo Suárez a la Presidencia del
Gobierno. Esperábamos que el Rey, heredero universal de Franco y Capitán
General de sus Fuerzas Armadas, tuviera escondida en la bocamanga otra carta
menos comprometida con el pasado, pero aquel día de julio supimos que nuestro
recién coronado monarca había elegido a un falangista apadrinado por el Opus
para dirigir la transición. Las credenciales que Suárez presentaba eran las más
pertinentes para la ocasión, una combinación perfecta de modestia social y
oficialismo militante, una biografía tan inequívoca que sus propios colegas
ideológicos lo habían situado en la Secretaría General del Movimiento, el
organismo que por entonces simbolizaba el sistema fascista ideado por los
arquitectos de la dictadura.
Tan traumático y trabajoso había resultado el cese de Arias
Navarro, aquel guardián acorazado de las esencias franquistas, que nadie se
esperaba un relevo tan decepcionante y continuista. Pensábamos entonces que una
decisión diferente a la adoptada por el Rey hubiera ventilado el ambiente
envenenado que respirábamos, pero aquel nombramiento reforzó la radicalidad de
los que no veíamos en el Rey a la persona capacitada para devolvernos las
libertades democráticas. Buscando una tasca que nos diera de cenar, caminábamos
un grupo de amigos, estudiantes de periodismo todavía, por las callejuelas del
viejo Madrid. Anochecida la tarde, como era costumbre, se voceaban las
ediciones de los diarios vespertinos. Nos acercamos al puesto más próximo y
contemplamos alarmados la foto de Adolfo Suárez ocupando todas las portadas.
"SUÁREZ, PRESIDENTE", exclamaban los aparatosos titulares que enmarcaban la
instantánea. Profundamente desengañados, cautivos del inmovilismo que tal
noticia presagiaba, nos temimos que la única solución a tal dislate tendría que
pasar por la confrontación civil y la ruptura dramática con todo lo
establecido. Media España desconfiaba de él y la otra media se manifestaba
profundamente defraudada. Con ese estigma se afincó Adolfo Suárez en el palacete
de la Moncloa.
Mientras Suárez desmontaba la maquinaria del totalitarismo
patrio y cambiaba cada una de sus piezas por otras nuevas y relucientes, a su
espalda se reunían los demonios familiares que siempre deambulan por estos
pagos: la envidia, el rencor, la violencia, el desprecio, la traición, el
mesianismo y la prepotencia. Los que venían preparándose para el futuro
ejercitándose como tibia oposición, bien instalados en sus gabinetes
profesionales, asomándose con cautela a los ventanucos abiertos por el régimen,
se preguntaban cómo era posible que un meritorio indocumentado les usurpara el
protagonismo histórico que se habían ganado. El enjambre de ilustrados que
revoloteaba cerca del Rey, capaz de elaborar una teoría constitucionalista y su
contraria, observaba las maniobras de Suárez con la misma condescendencia con la que se acompaña los juegos infantiles.
Los que se movían en la clandestinidad consentida, incluso los excarcelados por
la primera amnistía, se mantenían atrincherados en la resistencia activa. Todo
lo que prometía Suárez les parecía una fábula adormecedora. Solo los más
espabilados, enclaustrados en el interior o refugiados en el exilio, intuían
que la estrategia reformista de Suárez podía salir bien.
Nunca logró Suárez la credibilidad que se merecía por todo lo
hecho, pero todos terminaron colaborando con él. Concluida felizmente la tarea
acometida, los que habían prestado ayuda al Presiente y todos los que medraban
a su costa, casi por unanimidad, exigieron al hacedor que se fuera por donde
había venido. Yo fui también uno de los muchísimos españoles que celebró la dimisión
de Adolfo Suárez. Ahora que le llegó el desdichado día de las alabanzas, recuperamos de los archivos la memoria de lo
que hizo y coronamos el túmulo donde descansa con coronas de elogios: coraje,
valentía, concordia, consenso, proximidad, humildad, simpatía, amabilidad y
muchos más. Creemos, y yo el primero, que estamos reparando una injusticia
clamorosa; pero en realidad intentamos acallar los
remordimientos de mala conciencia que el domingo pasado afloraron en muchos de
nosotros.