Coaligados con la Iglesia
miércoles 19 de marzo de 2014, 08:04h
El Cardenal Arzobispo de Madrid
Rouco Varela acaba de abandonar la dirigencia de la Conferencia Episcopal, pero
el protagonismo social y político que ha pretendido para la Iglesia Católica
continúa enquistado en buena parte de las sacristías. Aunque Rouco haya
coincidido un año con el papa Francisco, no hemos advertido en él gesto alguno
que pueda identificarle con las reformas alentadas desde entonces por el
Vaticano. Tampoco ha sido capaz de abrir las parroquias a las gentes alistadas
en el cristianismo más comprometido y solidario de su diócesis, consolidando
así la división entre los creyentes que viven su fe en una sociedad
revolucionada y los feligreses que militan en la confesionalidad mas pacata y
excluyente de Europa. Por otra parte, las penurias que padecen millones de
españoles, consecuentes con la crisis y las medidas aplicadas para combatirla,
no han dejado en buen lugar a Monseñor, empeñado en medicarnos con oraciones en
lugar de acercar su reverenda prelatura a los ciudadanos afectados.
Deberíamos despreocuparnos de los
avatares que marcan la existencia de la Iglesia, dejar en manos de los obispos
el timón de la nave ecuménica que pilotan, pero son ellos los que reclaman
nuestro sometimiento legal y moral a los criterios sacramentados que defienden.
Aquí se ha gobernado siempre, salvo en períodos muy cortos de nuestra historia,
en coalición con la Iglesia Católica, peculiaridad que nos obliga a seguir muy
de cerca la relación de fuerzas en la cúpula eclesial y los planteamientos
políticos del pontífice romano. En el Medievo, aquí y en toda Europa, la
Iglesia acumuló poder temporal, riquezas extraordinarias y propiedades
inmensas, reservándose también la custodia y usufructo de los bienes culturales
y las ciencias incipientes. Fueron sin embargo nuestros Reyes Católicos, recién
ensamblados los reinos españoles en una nueva nación, los que otorgaron a la
religión dominante funciones ejecutivas fundamentales.
Convertida por real decreto en gendarmería,
tribunal inquisitorial y brazo ejecutor de las sentencias que ellos mismos
redactaban, no hubo legislación o decisión política que no fuera sancionada por
los santos varones de la catolicidad patria. Por aquellos tiempos, en el
manifiesto que los judíos remitieron a los monarcas para evitar su expulsión de
España, les advertían ya de las funestas consecuencias que para el futuro Reino
tendría la injerencia de la Iglesia en los asuntos públicos. En el citado
documento, cuya lectura les recomiendo, los sefardíes condenados a la diáspora,
traicionados por una Corona a la que habían servido fielmente, pronosticaron
centurias de inmovilismo impermeable al progreso, oscurantismo estéril,
aislamiento culpable e incultura generalizada. Desde entonces, a salvo de las
reformas luteranas y calvinistas que cambiaron el continente, libre de
competencias internas y asentada en el
Nuevo Mundo de raíz española, nuestra Iglesia ha formado parte las estructuras
que sostienen al Estado.
Cuando ahora reivindicamos que
cada cual ocupe el lugar que le corresponde, nos recuerdan que la mayoría de
los ciudadanos son católicos, como si tal estadística les concediera el derecho
a una presencia activa en las instituciones. Cuando les recordamos que
santificaron nuestra Guerra Civil
calificándola de Cruzada, que no dieron el más mínimo consuelo a los
perdedores, que pasearon después bajo palio al dictador y que permitieron
incluso la acuñación de monedas con la silueta de Franco y la leyenda "Caudillo
de España por la Gracia de Dios", de inmediato se califica a los críticos
tachándolos de anticlericales y revanchistas. Han olvidado que la dictadura les
permitió convertir España en un seminario menor, segregando a los alumnos por
sexos y procedencia social, evangelizando por la fuerza a toda la sociedad con
sus dogmas y sus principios seculares. Aquellas prerrogativas, características
de una época infame, han quedado marcadas en la genética de la jerarquía eclesiástica
de la Iglesia española.
Aún hoy se cobijan a la sombra de
un Concordato periclitado, mantienen con
ayuda del Estado sus colegios y universidades, disponen de su propio
cepillo en la declaración de la renta y se benefician de numerosas exenciones
fiscales. Cuando quieren opinar, de lo humano más que de lo divino, lo hacen en
sus tribunas públicas de las que son propietarios. Cuando les parece necesario,
cuentan con fieles laicos en los
consejos de ministros y en los puestos claves de la gestión económica. Rouco se
marcha pero en España seguimos gobernados en coalición con la Iglesia.