Putin mira Sebastopol con los ojos del conde Tolstoi
viernes 07 de marzo de 2014, 13:33h
Quince años antes de que la última página de Guerra y Paz
saliera de la imprenta y el conde Bezeschov le sirviera para vivir en la
ficción literaria lo que no había vivido en la vida real con el descenso a los
infiernos de las cárceles de Moscú y el ascenso a la gloria de los palacios de
San Petersburgo, Lev Nicolaievich Tolstoi se convierte, sin quererlo, en
cronista de guerra durante el asedio que las tropas turcas, inglesas y
francesas someten a una Sebastopol defendida por soldados rusos durante once meses
de 1854.
La narración de los horrores que el joven conde contempla
desde su puesto de Alferez de artillería antes de regresar enfermo a su casa de
Yasnaia Poliana, a mil cien kilómetros de la destruida ciudad de Crimea, ha
impregnado la conciencia rusa y es más que posible que sea la mirada del autor
de Ana Karenina la que aparezca en los ojos de un nacionalista tan apegado a la
historia imperial de su patria como Vladimir Putin.
El último párrafo de sus crónicas describe la sensación
que el pueblo ruso tuvo durante cien
años, hasta que a mediados de los cincuenta del siglo pasado Nikita Kruschev
traspasara el dominio soviético - que no ruso - de la Península a una Ucrania que en ese momento era parte de
aquel otro imperio que fue la URSS. Sesenta años más tarde esas líneas cargadas
de amargura y deseos de venganza que Leon Tolstoi escribió resucitan para
explicar la parte más anímica y moldeable de lo que está ocurriendo en la
crisis ucraniana, junto a la geopolítica económica, industrial y militar de la
salida de Rusia al Mediterráneo desde el Mar Negro y los estrechos del Bosforo
y los Dardanelos.
Son unas pocas líneas pero tras ellas se descubren las
raíces del problema: " Al llegar al extremo del puente, cada soldado, con
poquísimas excepciones, se descubría persignándose; pero además de este
sentimiento experimentaba otro mas profundo: una sensación próxima al
arrepentimiento, a la venganza, al odio, y con indios reprobé amargura en el
corazón, suspiraban todos penosamente, proferían entre dientes terribles
amenazas contra el enemigo y lanzaban, al llegar a la costa norte, la última
mirada sobre Sebastopol". No creo que el presidente ruso esté dispuesto en
estos días de 2014, ciento sesenta años después de que lo hiciera su admirado
escritor, a mirar a la ciudad que sirve de gran base de su flota, desde el
puente para decirle adiós.
Al igual que sucedió en la antigua Yugoslavia del
mariscal Tito, troceada a partir de 1999
en ocho nuevos países tras una guerra de diez años por el aliento
"occidental", y sobre todo
alemán a unas reivindicaciones nacionalistas que le iban a proporcionar en
bandeja nuevos mercados y zonas de expansión con menor capacidad de
interlocución y respuesta dada la debilidad del conjunto resultante, la
solución de la crisis de Ucrania lleva el mismo camino y es desear que sea con
muchas menos muertes y menos dolor para sus ciudadanos, que no para la élite
dirigente más preocupada por su propio poder que por el futuro de los que dicen
representar, estén en una u otra de las orillas del Dnieper, el gran río que
puede convertirse en la frontera natural de las dos Ucranias, la pro occidental
y la pro rusa.
Si hace más de cien años lo que hoy conocemos como
Ucrania se repartía entre la Rusia de los zares y el Imperio Austro húngaro, echar
la vista un poco más atrás nos daría una imagen totalmente desconocida y hasta
desconcertante: desde Kiev se gobernaba el mayor imperio europeo bajo la
dinastía de los Rusk, con mezcla de etnias y religiones y con una extensión que
abarcaba todo lo que hoy es Rusia, lo que es Bielorrusia, una parte de Turquía,
una parte de Polonia...la historia es buena consejera si se aprende de ella
para no repetir los errores y repetir las tragedias.