Si le digo a usted la verdad, amable lector, me temo que
esta vigésimo quinta edición del debate sobre el estado de la nación ha sido,
con sus peculiaridades claro está -ahora Sus Señorías tuitean--, sensiblemente
parecida a las veinticuatro anteriores a las que he tenido oportunidad de
asistir: dos españas percibiéndose de manera contrapuesta y haciéndoselo saber
con aspereza. Las propuestas más interesantes, las críticas más aceradas a una
manera definitivamente antigua de concebir la política, vinieron, curiosamente,
de algunas formaciones 'menores', e incluso de los partidos
nacionalistas, que, en punto a modernidad, no son precisamente lo más avanzado
que pueda encontrarse en el mercado. Así que figúrese usted si, estando así las
cosas, el famoso bipartidismo no habrá sufrido una nueva quiebra tras el
importante acto parlamentario
.
Y sigo diciéndole, querido lector, la verdad: tengo la
sensación de haber escrito una columna parecida a esta otras veinticuatro
veces, una por cada día final del debate de turno. Una cada año, por tanto. Siempre
acude uno al debate, olvidadizo, con la esperanza de escuchar propuestas de
verdadera renovación y siempre sale uno como el negro en el sermón: con los
pies fríos y la cabeza caliente; harto de disparos con sal gorda y con la
sensación de que allí nadie ha ganado y todos hemos perdido una oportunidad.
De todas las maneras, por si alguien me lo pregunta, diré
que creo que el debate lo ganó
Rajoy, al menos, y por escasos puntos, en su
encontronazo frente a
Rubalcaba: dos personas patentemente llenas de sentido
común, honestas, preocupadas por el bien de la Patria y que, para colmo,
se entienden mucho mejor en privado que en sus batallas en el hemiciclo. Lo que
ocurre es que de ese buen 'feeling' apenas sale otra cosa que un
presunto pacto para no enzarzarse en temas relacionados con ETA; en lo demás,
no hay aproximación. Rajoy está demasiado sobrado, y Rubalcaba quizá demasiado
empequeñecido.
Y, así, lo más notable y novedoso que surge del debate de
este año es la propuesta económico-fiscal de tarifa plana para la contratación
de nuevos trabajadores; una buena idea, sin duda (atribuible, por cierto, al líder
de los autónomos, Lorenzo Amor), pero idea aislada al fin, que no aporta un
panorama de regeneración a la vida política española. Que es, más allá de
alguna propuesta de medidas beneficiosas para nuestro bolsillo -que bienvenida
sea, claro--, lo que más necesitamos: una panoplia de pasos verdaderamente
regeneracionistas, que nos sitúen en la modernidad, en la paz territorial y en
una mayor equidad. Más política, señor Rajoy.
Y ahora ¿qué? Pues lo de siempre: ahora viene la
Gran Pelea Electoral en el triple frente
europeo, autonómico-local y general. Quizá una mínima remodelación ministerial -o
ni eso-, las elecciones primarias en el PSOE y, claro, el olvido de
cuantas resoluciones hayan sido aprobadas como colofón de este debate en la Cámara Baja. Los inmediatos
meses políticos van a ser ciertamente apasionantes, porque estamos en la era
del Cambio. Pero no será, desde luego, como consecuencia de las grandes ideas
surgidas de este debate sobre el estado de la nación. Un estado que parece ser
siempre el mismo --como si los tiempos no cambiasen-- que hace un cuarto de
siglo, cuando se celebró el primero de estos actos parlamentarios, allá por los
tiempos de
Felipe González, que puedo testimoniar que ya ha llovido desde
entonces.
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