miércoles 12 de febrero de 2014, 07:45h
Solos y abandonados como yacen los muertos en el depósito
preparado para recibirlos, a nadie consuelan las condolencias que improvisamos
en cada duelo; sirven exclusivamente para sedar nuestras conciencias atribuladas.
A los que pierden la vida en cada intento, a los amigos y familiares que nunca
más sabrán de ellos de nada les vale ya la vergüenza que atormenta al papa
Francisco cuando contempla la tragedia de la emigración clandestina, amargura
que compartimos con él millones de ciudadanos europeos. Los huidos de la
miseria continúan ahogándose en el mar y sus cuerpos reposan en el fondo del
Mediterráneo y en las tumbas anónimas escavadas en la tierra firme que nunca
alcanzaron.
Situados como estamos en la frontera que separa a los que
algo tenemos de los que no tienen nada, los españoles nos vemos obligados a
proteger el patio común de Europa y a rescatar de las aguas los cadáveres de
nuestros míseros invasores. Lo que antaño fuera puente franco por el que
llegaban a Europa culturas y civilizaciones diversas, es ahora un laberinto
diabólico por el que deambulan miles de seres humanos tatuados con la estrella delatora de la extranjería. El
sumo guardián de la prosperidad europea, de las riquezas que aún nos quedan, ha
armado caballeros de la seguridad fronteriza a los países del sur,
convirtiéndolos en naciones alistadas en un combate inmoral, otorgándoles un
protagonismo involuntario en uno de los capítulos más oscuros de la historia europea.
Y así estamos nosotros, los italianos y los griegos, emigrantes que fuimos y
somos, cerrando la puerta a todos los que ahora buscan lo mismo que pretendíamos
en tiempos pasados, empeñados en tapar los huecos por donde se cuelan los
buscadores de un mundo mejor. Hemos olvidado que son los mismos pasadizos que empleábamos para escapar de las penurias económicas
y de la incuria política.
Por centenares arriban a las Canarias los argonautas de la
miseria, escondidos en las pateras que fletaron en tierra con lo poco que les
quedaba, ateridos y desfallecidos, sorprendidos de llegar con vida a la costa
deseada. Han sobrevivido a un largo periplo por África que les condujo hasta
las orilla del Atlántico, a los ladrones y violadores que acechaban en los
caminos, a las mareas desatadas y a la oscuridad de la noche. En la última
jornada, vencedores de tantas calamidades, se abrazan alborozados al abrigo
caliente de las mantas de la Cruz Roja. Otros parias como ellos merodean por
los montes pelados que rodean las
ciudades de Ceuta y Melilla. Refugiados en escondites elementales, medio
desnudos, famélicos y enfermos, aguardan el momento oportuno que les permita
infiltrarse en el Primer Mundo. Tendrán que sortear a la gendarmería marroquí,
trepar por verjas incrustadas de cuchillas o dejarse llevar por el oleaje hasta
las playas cercanas. Todavía tendrán que
enfrentarse a la Guardia Civil. Heridos y maltrechos, los invasores serán
atendidos y recogidos. Algunos más habrán perecido en el intento y la mayoría
de los intrusos volverán al infierno de sus cuevas en tierra de nadie.
España no puede asumir, como algo propio e inevitable, la mortandad de tantos desdichados
en sus fronteras. España debe reclamar la presencia inmediata de organismos
internacionales en los descampados vecinos donde se amontonan los sin papeles. España, como Italia o
Grecia, debería exigir un plan comunitario de acogida para tantos indigentes
desesperados y la financiación que precisa un plan tan urgente. Los socios
comunitarios, rivereños del problema, receptores de la emigración, estamos
obligados a socorrer a los ilegales e impedir que se mueran en la aventura,
pero nadie nos puede convertir en policías represores o en vigilantes de los
nuevos campos de concentración instalados en la Comunidad. Ya hemos visto cómo
se comportan estados como Suiza o Gran Bretaña, dispuestos a expulsar incluso a
los ciudadanos extranjeros nacidos en el
Continente, por lo que acompañarles por el mismo sendero racista e insolidario
me parece un comportamiento absolutamente equivocado.