jueves 06 de febrero de 2014, 11:16h
Los
políticos no sólo no gozan actualmente en España de un aprecio mínimo de los
ciudadanos, sino que encima se han convertido en el cuarto problema nacional
tras el paro, la situación económica y la corrupción. Es más: la corrupción es
una de las facetas que definen hoy a la clase política española, pues un día sí
y otro también, se destapan los escándalos que, más allá de a políticos
aislados, involucran a partidos políticos en su conjunto. No hace falta dar
nombres, basta con señalar que según un estudio de la Comisión Europea, España
es uno de los cuatro primeros países de la UE en sufrir esa lacra.
Los
hechos son así y no cabe mirar para otro lado. Por eso es necesario que
reflexionemos sobre las causas de esta lamentable circunstancia que está
contribuyendo a la degeneración progresiva de nuestra democracia. Una primera
señal de alarma de lo que está ocurriendo en España en este terreno fue la que
se encendió con motivo del 15-M de 2011. En esa fecha surgió un movimiento
ciudadano que fletó, entre otros, un eslogan muy repetido desde entonces
referido a los políticos: "No nos representan". En otras palabras: ante la
situación crítica por la que atraviesa España desde el año 2007, los ciudadanos
coinciden mayoritariamente en el significado de las movilizaciones que
comenzaron ese día. De este modo, un sondeo de Metroscopia, realizado en mayo
de 2013, nos señala que el 78% pensaba que los indignados tienen razón en lo
que dicen, mientras que sólo un 4% muestra dudas sobre los motivos de la
protesta.
Han
pasado casi tres años desde esa fecha paradigmática y la razón última de su
aparición parece estar cada día más clara. En efecto, se trata de que la
democracia representativa que está vigente en España y, por supuesto, también
en otros países europeos, conoce una crisis que obliga a someter a examen los
postulados en que se funda. Pues bien, si tuviéramos que concretar en un punto
la causa de la quiebra del principio representativo en que se funda la
democracia moderna, no sería otro que el de que ha desaparecido el vínculo,
siempre muy frágil, que debe unir a los representantes con los representados,
el cual no es otro que el de conseguir un idem sentire; esto es, se trata de
lograr que exista un elemento de identificación que logre que los representados
vean a los elegidos como sus verdaderos representantes. Dicho de forma más
tajante: sin identificación no hay representación.
Es
cierto que el ideal rousseauniano de una democracia participativa y directa
exigiría la desaparición de cualquier clase de intermediarios que pudiese
falsear el deseo de los ciudadanos. Sin embargo, en las sociedades de masas de
nuestros días no es posible por ahora alcanzar esa utopía. Y digo por ahora,
porque no sabemos si en el futuro ese ideal se podrá alcanzar por medio de
internet. Es cierto que las redes sociales pueden fomentar la democracia, al
mismo tiempo que pueden hacer también mucho daño a los poderes fácticos, por lo
que tarde o temprano podrían cambiar el panorama político. De ahí que los
poderosos estén intentando controlar internet dando una gran batalla para su
regulación y control.
Sea
lo que fuere, estamos lejos todavía de ese momento histórico y no hay más
remedio que perfeccionar la democracia que tenemos. Para lo cual hay que
proyectar el foco de luz sobre los partidos políticos, que son actualmente el
mejor instrumento posible para lograr el vínculo necesario del idem sentire,
que, como he dicho, es imprescindible para que exista la representación. Pues
bien, lo que está fallando en nuestros días no es la democracia indirecta o
representativa, teniendo en cuenta que por ahora no puede ser sustituida por la
democracia directa o participativa. Lo que está fallando es la actuación de los
partidos políticos oligárquicos. En consecuencia, la cuestión radica en
modificar el funcionamiento de los partidos, los cuales han desvirtuado el
concepto de representación porque los ciudadanos raramente se identifican con
ellos.
Ahora
bien, cuando la democracia representativa se acabó imponiendo en Europa, tras
la Revolución Francesa, el concepto de representación ignoraba la existencia y,
por tanto, la práctica de los partidos políticos. Entre la concepción de
Rousseau y la concebida por Sieyès de carácter indirecto, se terminó por imponer
esta última. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurría antes de la Revolución,
los elegidos, según Sieyès, representaban a la nación y, por tanto, no cabía
ningún mandato imperativo, como sucedía en la época de los Estados Generales.
No
obstante, por la fuerza de las cosas, surgieron los partidos como única forma
de que los que se presentasen a las elecciones pudiesen ser votados por los
ciudadanos. A partir de entonces, los partidos fueron decisivos para que los
electores, según fuese la ideología de cada uno, pudiesen votar mediante su
identificación con alguno de ellos. Esta identificación se operaba, según cada
caso, a través de una ideología de carácter permanente; por medio del líder que
encarnaba a cada partido; y, por último, gracias al programa que cada partido
presenta en las respectivas elecciones. De este modo, el funcionamiento del
Parlamento sería posible porque los representantes actuarían en grupos
parlamentarios, no teniendo en cuenta, sin embargo, la prohibición del mandato
imperativo que señala, por ejemplo, el artículo 67.2 de nuestra Constitución.
Esto es así, porque si cada elegido actuara según su voluntad en cada momento o
votación, sería imposible que se aprobasen leyes o se tomasen decisiones. Por
de pronto, se impuso en consecuencia la disciplina de voto, porque si los
electores han votado a un partido y sus elegidos no cumplen con su ideología o
con el contenido del programa, es materialmente imposible que se produzca la
identificación con sus representados.
Por
consiguiente, si en la actualidad, como parece, se ha roto la identificación
entre electores y elegidos se debe a varias causas. En primer lugar, en muchas
ocasiones los partidos políticos no son coherentes con su ideología o no
cumplen después el programa electoral por el que fueron elegidos. En segundo
lugar, las decisiones que toman los partidos no se han generado de forma
democrática, mediante un debate interno, sino que son producto de la voluntad
de la oligarquía que dirige el partido. En tercer lugar, los militantes no
tienen ninguna participación en la confección de las listas. En cuarto lugar,
los partidos dejan de representar a sus electores cuando les invade la
corrupción o su financiación es irregular, demostrando que existe una clara
impunidad para muchos de ellos. En consecuencia de todo lo dicho, hay que
concluir afirmando que se ha roto el proceso de identificación, puesto que los
electores mantienen que los representantes no los representan.
De
este modo, estamos presenciando diversos fenómenos que nos indican que los
elegidos ya no representan a los electores. Así, están surgiendo nuevos
partidos que tratan de recuperar una ideología y un comportamiento que permita
recrear de nuevo el vínculo de identificación. Igualmente se puede ver que los
ciudadanos protestan más y salen a la calle porque existe un desapego hacia el
sistema político que no deja de ir aumentando. Los ciudadanos, sobre todo los
jóvenes, exigen que los políticos les rindan cuentas, al mismo tiempo que
desean participar más en las decisiones que afectan a todos. Ciertamente, estas
novedades pueden contribuir a crear una nueva era de desobediencia civil. Dado
que, junto a los indignados pueden mezclarse elementos violentos o anarcoides,
urge resolver un problema que puede agravarse.
Pues
bien, la única solución posible es la de transformar radicalmente los partidos
políticos actuales, a efectos de que vuelva a producirse la identificación
entre electores y elegidos. Pero para ello es necesario que los militantes
puedan elegir mediante primarias a sus directivos y representantes, que los
partidos funcionen con transparencia con el fin de que todos sus miembros
puedan saber lo que ocurre en los debates internos y que se imponga la
limitación de mandatos en todos los cargos. Al mismo tiempo, es indispensable
también que exista un contacto entre los representantes y los representados, lo
cual es más difícil en los sistemas electorales de carácter proporcional que en
los sistemas mayoritarios uninominales, es decir, en los que se elige a un solo
diputado en cada circunscripción, como ocurre, por ejemplo, en Gran Bretaña, lo
cual facilita enormemente este contacto.
En
España no resulta fácil sustituir el sistema electoral proporcional por otro
mayoritario, pero aceptando tal dificultad, hay formas para que no ocurra lo
que sucede actualmente: que nadie conoce a sus representantes. Esto es,
cualquier elector de un partido, sobre todo en las grandes capitales, no ha
hablado en su vida con sus representantes. No es extraño, por consiguiente, que
el vínculo de identificación no exista en España y, como ya he dicho, sin
identificación no hay representación.
En
suma, si se quiere que en España haya una democracia auténtica, dejando al
margen la necesaria reforma de la Constitución, es indispensable que se creen
nuevos partidos o que se adapten los que existen a las nuevas exigencias que
reivindican los ciudadanos. Pero para ello es indispensable, como primer paso,
que se apruebe una nueva Ley de Partidos Políticos. Esto no se hará sin la
presión de la sociedad civil, porque, como decía Burke, para que el mal triunfe
basta con que los buenos se estén quietos y no hagan nada...
[*] Jorge de
Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo
Editorial del diario El Mundo
[*] Artículo publicado
en el diario El Mundo, el jueves 12 de febrero de 2014, en la página 17, con
permiso para su reproducción