El Estado de las Autonomías
lunes 27 de enero de 2014, 09:20h
Sobre la naturaleza del
Estado de las Autonomías, régimen de autogobierno, competencias, sistema de
financiación... está casi todo dicho. Cientos de libros, artículos, tesis
doctorales, foros de análisis han dejado durante estos treinta años una copiosa
y exhaustiva doctrina. También en el ámbito político su evolución es objeto de
continuo debate sus virtudes y sus insuficiencias, con propuesta variadas sobre
su necesaria evolución. Todo es producto de la naturaleza evolutiva de nuestro
Estado de las Autonomías, que debe responder a las transformaciones que
continuamente se producen en la sociedad y en las instituciones. Lo importante
es que esta evolución responda a un diagnóstico certero de la realidad y de las
necesidades de futuro. A ello pretendo contribuir en esta intervención.
El Senado, como Cámara
Territorial, está y debe estar siempre dispuesto a colaborar en las iniciativas
que tratan de analizar la problemática de nuestra estructura territorial. Todavía
no hace mucho tiempo se inició un proceso, probablemente no finalizado aún, de
reforma de los Estatutos de Autonomía que ha marcado una nueva etapa en nuestra
estructura territorial. Modificar el régimen de autogobierno de las Comunidades
no afecta sólo a las mismas, también al Estado en su conjunto.
La reforma de los Estatutos
de Autonomía surgió con la propuesta iniciada en el País Vasco y ha continuando
con la aprobación de varias reformas; otras están pendientes en distintos
grados de elaboración. La sentencia dictada por el Tribunal Constitucional
sobre el Estatuto de Cataluña fijó los términos y alcance de las reformas en su
punto justo de acuerdo con los términos de nuestra Constitución.
Todo ello provocó en su
momento, y tiende a provocar periódicamente, un estado de convulsión política
de muy alta densidad. Sin embargo, si algún debate político y social exige
prudencia, serenidad y transparencia es el territorial por su capacidad de
levantar pasiones. Estos debates deben desarrollarse en un ambiente lo más
reposado y sereno posible. Y es necesario recordar también, y ante todo,
algunos principios básicos que deben presidir este tipo de reformas.
Constitución y Estatutos
Constitución y Estatutos
forman el núcleo fundamental del bloque constitucional. Los Estatutos no tienen
vida al margen de la
Constitución, y ésta reconoce y avala aquéllos como pieza
básica en nuestro entramado constitucional. Constitución y Estatutos, junto al
resto de normas jurídicas fundamentales, conforman nuestro Estado de Derecho
democrático.
Democracia y Estado de
Derecho son dos conceptos perfectamente interrelacionados. El Estado de
Derecho, para ser tal, debe ser fruto del ejercicio democrático; y la
democracia, para que no sea anarquía, debe concretarse en un sistema jurídico
concreto. Pues bien, cualquier
modificación de las reglas del juego y de las normas que componen el Estado de
Derecho, incluidas las del bloque constitucional, es perfectamente lícita si se
canaliza por los cauces democráticamente establecidos. Cualquier
pretensión de modificación fuera de los mismos es además de ilícita,
antidemocrática. Y esto vale para todos, para los que pretenden que existen
derechos democráticos al margen del sistema, como para los que cuestionan
decisiones tomadas por los cauces democráticos.
Es en este contexto en el
que hay que analizar el proceso de reformas emprendido. La Constitución avala el
derecho de las instituciones autonómicas de proponer reformas de sus Estatutos,
y otorga la decisión final de su alcance y contenido a las Cortes Generales. No
hay ámbitos de decisión distintos a éste, ni a disposición de cada uno. Son los
que son, y pretender otra cosa es situarse fuera del Estado de Derecho y del
sistema democrático y, por tanto, estar en su contra.
Estas consideraciones, por
conocidas, pueden parecer obvias, pero no me lo parecen tanto. Las mismas
reglas del juego que sirvieron para rechazar por las Cortes Generales el
proyecto de nuevo Estatuto Vasco ['Plan Ibarretxe'] y devolverlo a las
instituciones vascas son las que sirven para aprobar las reformas de varios
Estatutos más. El proceso de reformas ha evidenciado también que las
instituciones han realizado su trabajo con normalidad y eficacia, y el Tribunal
Constitucional cerrará definitivamente el debate cuando resuelva la totalidad
de los diversos recursos planteados.
Es necesario destacar lo
anterior, porque en algún momento se cuestionó la capacidad de las
instituciones para encauzar correctamente las reformas. Trasladando inquietud e
incertidumbre a los ciudadanos no se contribuye precisamente a la convivencia
pacífica, a la mutua comprensión y a la aceptación de las diferencias de todo
tipo que puedan existir. En definitiva, al proyecto de vida en común que es
nuestro Estado.
Estado de las Autonomías y
federalismo
El resentimiento, el
rechazo, el agravio, son patologías del sistema democrático que conviene sanar
lo antes posible, por ser un germen preocupante que genera desconfianza hacia
las Instituciones. Finalmente, las cosas están quedando en su justo lugar, como
no podía ser de otra manera. El Estado de las Autonomías sigue siendo el mismo,
con claras similitudes con los federales, pero con algunas singularidades, y
muy significativas, a los efectos que nos ocupan ahora. Al menos dos.
La primera, su origen. Las
federaciones han venido constituyéndose por un acuerdo de Estados o poderes
constituyentes existentes previamente para crear, por necesidad o conveniencia,
una federación otorgando a ésta, en una Constitución común, unos determinados
poderes y competencias claramente tasados, y sólo éstos. Son poderes federales
que no han permanecido estáticos en el tiempo, sino que se han ido modulando,
fortaleciendo los de la federación o los de los Estados. Resulta llamativa la
frecuencia con que son modificadas las Constituciones en los Estados federales.
Con un dominador común: la conveniencia y, sobre todo, la eficacia de la
reforma.
La segunda, que deriva de la
anterior, es que no teniendo las Comunidades Autónomas poderes y atribuciones
originarias, éstas han debido ser asumidas y traspasadas desde el Estado
unitario y centralista que las ostentaba; paso a paso, en un goteo que viene
durando más de 30 años. Con notable éxito, por cierto, según todos los analistas.
Las Comunidades Autónomas
pueden ir asumiendo sus poderes, atribuciones y competencias si así lo prevén
sus Estatutos y hasta el límite de los que la propia Constitución atribuye al
Estado. De este modo, han ido configurando progresivamente un régimen propio de
autogobierno hasta llegar al momento actual. La mayoría de las Comunidades
Autónomas tenían inicialmente sus poderes muy limitados. A lo largo de estos
treinta año se va configurando el Estado de las Autonomías en una determinada
dirección: una profunda descentralización política de nuestro Estado tal y como
prevé la Constitución.
Ahora estamos en un proceso
que supone un nuevo paso más en la misma dirección. Pero, sinceramente, no
aprecio en absoluto que se esté modificando la estructura ni la naturaleza
propia del Estado de las Autonomías. En rigor, supone una ampliación del
autogobierno autonómico, y lo único que debe valorarse es si éste supone una
alteración de los poderes y atribuciones del Estado, según el artículo 149 de la Constitución.
Debate competencial
Este debate, el de las
competencias del Estado, es tan antiguo como el propio sistema autonómico. El
problema tiene su origen en el propio proceso. El Estado ha ido conservando la
gestión de servicios públicos incluso en áreas que según los Estatutos
corresponden a las Comunidades Autónomas. Otro tipo de competencias sobre
actividades económicas y sociales, sencillamente no existían o no tenían la trascendencia
que tienen ahora. Las comunicaciones, las actividades vía informática, las
nuevas tecnologías, los nuevos problemas del medio ambiente o la inmigración
son un buen ejemplo.
No debe sorprender que hoy
las Comunidades Autónomas quieran asumir determinadas funciones en estos campos
y que ello sea razonable. Petrificar el derecho ignorando la evolución social
es un sinsentido jurídico y político.
En rigor, los poderes y
atribuciones del Estado están diseñados y fijados en el artículo 149 de la Constitución. Con
él hemos creado un Estado y una España moderna, potente, prestigiosa y viable...
y este artículo permanece intacto. No existe en rigor ningún vaciamiento del
Estado. Sus competencias esenciales no son asumidas por las Comunidades
Autónomas en la reforma de sus Estatutos.
Otra polémica gira en torno
a las llamadas "normas básicas" que dicta el Estado para garantizar la igualdad
de los españoles ante la ley o la homogeneidad mínima en determinadas áreas. Su
alcance ha sido objeto de polémica permanente. Las Comunidades reiteran
sistemáticamente que el Estado ha abusado de esta facultad, dictando normas
básicas de forma desproporcionada y restringiendo su autonomía de acción
excesivamente.
El propio Tribunal
Constitucional también lo ha sentenciado así con cierta frecuencia, señalando
que estas normas debieran tener un consenso autonómico mayor y, de esta forma,
evitar conflictos. Sobre este punto, debo insistir en el papel que debe
desempeñar un Senado reformado para conseguir un mayor consenso autonómico en
las políticas generales y en las normas que las articulan. Pero lo importante
hoy es resaltar que el Estado mantiene intactos sus poderes, según la Constitución y los
Estatutos reformados.
Resulta de todo punto
incorrecto atribuir a nuestro Estado de las Autonomías el haber incentivado los
riesgos de ruptura. Como tampoco es exigible que debiera haber acabado con
ellos. Porque son dos planos distintos. Uno, el de la estructura del Estado, la
distribución del poder y las relaciones de sus instituciones; otro, el de los
sentimientos y, para algunos, el de la utopía de un Estado propio.
Un Estado de las Autonomías
integrador
El punto de conexión entre
ambos está en la capacidad del Estado de las Autonomías para integrar no la
utopía, sino la concreción de los sentimientos de identidad, como la lengua, el
derecho propio, las instituciones propias, la cultura propia. Incluso para defenderlas
como patrimonio de todos, de la
España común y de los españoles. Porque su integración nos
enriquece a todos.
Es un error por tanto enjuiciar nuestro Estado
desde una óptica desintegradora. Su reto es su capacidad integradora. Porque al
integrar pacífica y democráticamente esas diferencias se están reduciendo las
distancias entre la realidad y la utopía. Y, de esta forma, deslegitimando las
pretensiones de secesión o independencia.
La sociedad española percibe
hoy que la condición de español es un valor añadido a su condición de andaluz,
castellano, extremeño, vasco, etc., que enriquece, que aporta beneficios de
todo tipo. Que ambas condiciones no son contradictorias, sino que se
implementan. España es un valor que suma a lo que representa cada Comunidad
Autónoma. La inmensa mayoría de los españoles compartimos sentimientos
autonómicos y españoles sin tensiones y pacíficamente. Por lo tanto, éste no es
un problema real al día de hoy y no lo va a ser a medio plazo si cuidamos y
potenciamos la capacidad integradora de nuestro Estado.
Por el contrario, son el
rechazo y la intransigencia, de cualquier lado que vengan, los que agudizan
esos sentimientos disgregadores. Porque los problemas de nuestro Estado son
otros y de otra naturaleza. El
futuro del Estado de las Autonomías no dependerá tanto de su conformación legal
como de la capacidad para gestionarlo con eficacia, funcionalidad y honradez. Y
siempre con lealtad mutua, para que éste funcione con normalidad. La Constitución y los
Estatutos son un marco que deben servir para abordar problemas, pero no son la
solución en sí. Las soluciones deben venir de las políticas.
Un balance muy positivo
La Constitución definió
nuestro Estado como Autonómico, reguló el derecho de acceso a la autonomía,
estableció los procesos, fijó los principios que debían presidirlos como son
los de integración de la diversidad, no discriminación, eficacia, cooperación,
etc. Y fijó ciertos límites al autogobierno: los poderes y competencias del
Estado. Ese es el modelo que tenemos, guste o no. Flexible, no hermético,
adaptable a los circunstancias históricas y a los cambios sociales. Fue, sin
duda, un gran acierto, y treinta años de convivencia lo acreditan.
Ha sido el propio desarrollo
autonómico el que ha ido configurando, no el modelo, pero sí el marco, las
tonalidades y el contenido real del Estado Autonómico. Y el que ha ido dejando
a la luz los problemas de su funcionamiento. Muchos de ellos también se han ido
abordando y resolviendo, y otros siguen pendientes.
Desde la óptica de los
servicios públicos, de la eficacia de las instituciones en sus obligaciones con
los ciudadanos, el balance del funcionamiento de nuestro Estado ha sido muy
positivo. La cercanía de la administración a los ciudadanos, la rapidez y la
objetividad en la forma de afrontar los problemas de cada comunidad por las
instituciones propias, y la explotación de las capacidades reales de cada
comunidad para afrontar el desarrollo económico y el bienestar social de sus
ciudadanos han dado resultados óptimos. Los problemas de eficacia del sistema
no son éstos. Tienen que ver con la eficacia en la toma de decisiones.
En un país de tamaño medio
como el nuestro, con una estructura territorial y poblacional muy heterogénea,
con escasez de ciertos productos básicos, como la energía o el agua entre
otros, la adopción de medidas de política económica, de ordenación del
territorio o de medio ambiente, por ejemplo, producen efectos inmediatos en el
conjunto o en comunidades cercanas.
Además, se traslada con
frecuencia la imagen de que, ante cualquier problema, la responsabilidad es
finalmente del Estado, tenga o no instrumentos competenciales para abordarlo.
Existe una cierta tendencia a endosar al Gobierno estatal la culpa de
decisiones molestas e ingratas para los ciudadanos. Y a exaltar las positivas
como propias aunque provengan de decisiones también del Gobierno estatal.
Existe en este ámbito una
cierta nebulosa, una confusión de papeles que provoca desorientación en los
ciudadanos y en ocasiones tensiones institucionales innecesarias. Estos
momentos de crisis económica nos ofrecen ejemplos variados de estas
situaciones. La creación de empleo parece fruto de las políticas de ciertas
administraciones y el paro culpa de otras. Tal simplismo no parece muy razonable.
Una de dos: o no está bien
delimitado el papel de cada cual o no está bien engrasado el sistema de toma de
decisiones. Falta a menudo asumir la responsabilidad institucional en función
de las competencias de cada una. Asumir la responsabilidad en la competencia de
lo que a cada Institución compete es un signo de madurez democrática.
Aunque, también, por parte
del Estado, su administración parece a veces no haber asumido suficientemente
la realidad autonómica: le cuesta adaptarse al hecho de que la toma de
decisiones en nuestro Estado debe hacerse, con frecuencia, de forma colegiada
con las Comunidades.
Crisis económica y financiación
En estos tiempos de crisis
económica estas deficiencias han aflorado con crudo realismo y están poniendo a
prueba el adecuado funcionamiento de nuestro Estado Autonómico. Cuando la
bonanza económica permitía un aumento progresivo de los ingresos del conjunto
del Estado el sistema permitía que se beneficiasen todas las Administraciones.
Cuando se agudizó, esos ingresos han ido descendiendo y ha afectado crudamente
al sistema de financiación, a los ingresos de las Comunidades y, por tanto, a
su capacidad de gasto.
Ahí es donde los
instrumentos de relación entre el Estado y las Comunidades, y también con las
Entidades Locales, han mostrado una rigidez excesiva para afrontar con rapidez
y eficacia las situaciones que ha provocado la crisis y la necesidad de adoptar
medidas conjuntas con urgencia para afrontarla. Los que creían ver, por
ignorancia o interesadamente, que la crisis y sus efectos afectaban exclusivamente
al Estado central han mirado para otro lado, hasta que sus consecuencias han
adquirido una dimensión internacional de gran profundidad que ha afectado a
todos los países y a todas las administraciones.
El sistema ha adolecido de
un cierto automatismo técnico, y en términos políticos de una lealtad
institucional y falta de responsabilidad, trasladando al Gobierno central la
exclusiva responsabilidad de la situación. Ha faltado en ciertos responsables
políticos una cultura federal exigible en nuestro Estado, como existe
eficazmente en los Estados propiamente federales. Debe existir en los Estados
llamados compuestos, y existe en la mayoría de ellos, una responsabilidad
compartida en las políticas públicas.
Este es uno de los problemas
de fondo, apenas visible, de nuestro Estado descentralizado, pero que puede
tener unas consecuencias muy serias, como se está viendo en la actualidad. En
estos campos de la mejora y eficacia del sistema nos queda aún un camino por
recorrer, y tiene que ver con un cierto cambio de actitudes, de cultura y modos
políticos. Y, sobre todo, de una mejor cooperación.
La reforma del Senado
Tras todo este análisis
aflora una cuestión pendiente: el Senado puede y debe tener en el Estado de las
Autonomías el papel que le otorga la Constitución. Sobre
la Reforma
del Senado está casi todo dicho. Lo único que puede añadirse es que la
conveniencia y necesidad de la misma se agudizan a medida que se avanza y se
profundiza en el autogobierno. Y no es prudente avanzar sólo en esta dirección.
A mi juicio, la
configuración futura del Senado debe sostenerse en dos pilares claves: lugar de
encuentro entre ambos poderes, estatal y autonómico, y cúspide del sistema de
cooperación y colaboración entre ambas instancias políticas.
Como lugar de encuentro,
creo fundamental que el Senado sea el canal principal para la más adecuada y
eficaz integración de la diversidad territorial y de los hechos diferenciales
territoriales en el conjunto de las instituciones y de las políticas generales,
donde queden integrados en la coherencia del conjunto, a la vez que sea quien
garantice su defensa, tal como establece la Constitución. Y
adoptando las medidas necesarias si de ellos se derivasen en la práctica
efectos negativos para el conjunto del funcionamiento del Estado.
El Senado como lugar de
encuentro, debe servir también para articular más y mejor las relaciones entre
las autonomías y el poder estatal. Que puedan hacerlo con la naturalidad y la
comodidad que supone estar en una institución que es la suya, y sin que pueda
sostenerse que ello limite su autonomía y capacidad de gobierno.
En definitiva, debe ser la
institución que garantice la cohesión estatal de los distintos territorios que
integran España. Cohesión territorial que es complementaria a la otra cara de
la misma moneda, la de la cohesión social, y que son profundamente
interdependientes. De modo que si una de ellas se resiente, acabará
repercutiendo en la otra. El mantenimiento y mejora de ambas son un mandato explícito
de la Constitución
a todos los poderes públicos y a todas las administraciones, además de una
demanda social de fácil percepción.
Decía que el Senado debe ser
también la cúspide del sistema de colaboración y cooperación de las
instituciones autonómicas con las estatales. El Senado debe ser la cúpula que
recubra todo el sistema cooperativo, que detecte y aborde sus deficiencias y
que sea el vehículo de participación de las Comunidades Autónomas en las
políticas generales del Estado y en las instituciones comunes. Y también en las
políticas de la Unión
Europea.
No es prudente avanzar en
exclusiva en el autogobierno y en la autonomía territorial sin reforzar las
instituciones comunes. Ambas cuestiones son no sólo compatibles, sino
imprescindibles para la coherencia del conjunto del Estado y sus instituciones.
Si nuestro Estado permite perfeccionar el autogobierno, también debe permitir
que sus instituciones comunes se adapten a las nuevas necesidades y se
refuercen para ello. Un Estado con dificultades, o con la imposibilidad de
ejercer sus propios poderes, competencias y sus mandatos constitucionales,
resultaría de una grave irresponsabilidad; es negar su propia existencia.
El Gobierno estatal debe
seguir disponiendo de los recursos e instrumentos necesarios para garantizar la
defensa del interés general de todos los españoles, el cumplimiento de las
condiciones de igualdad básica de todos los ciudadanos y el principio de
solidaridad territorial. Y ello porque el Estado como organización política
tiene una dimensión ciudadana que abarca un determinado espacio de convivencia.
No es una abstracción o un artilugio de naturaleza confusa.
Es el Estado el que
garantiza a los ciudadanos un orden jurídico de libertades y derechos. El
principio de ciudadanía responsabiliza al Estado de asegurar la libertad, la
democracia y la sumisión de todos ante la Ley. Y éste debe garantizar los mismos derechos y
deberes de todos los españoles, así como su ejercicio y cumplimiento.
Nada de ello está realmente
en cuestión, es cierto, pero no está de más recordarlo. El principio de
autogobierno no tiene una capacidad de desarrollo casi infinita, con su
correspondiente restricción de los poderes del Gobierno estatal. No existe una
antítesis entre los términos autogobierno y poder central. Son dos conceptos
dinámicos, que deben complementarse en su aplicación, y más en estos momentos y
con toda seguridad en el futuro.
Por tanto, entiendo que
debiéramos centrarnos en la adaptación y modernización de las instituciones a
los nuevos tiempos y a las nuevas necesidades. Y sobre ello gira la última
reflexión.
El Estatut y el Tribunal
Constitucional
Ya he hablado de la
necesaria reforma de la Cámara
que presidí, y no insistiré en ello. Sólo me queda lamentar que el clima
político, los intereses inmediatos de ciertos partidos, la crispación
permanente y la negativa sistemática a concertar incluso políticas
institucionales no haya sido capaz de hacer un paréntesis durante esos años
para abordar la reforma del Senado sobre cuya necesidad y conveniencia, por
cierto, nadie ha puesto reservas de entidad. Siendo esto importante, me parece
aún más grave lo ocurrido en estos últimos años en el terreno institucional.
Tengo la profunda convicción
de que la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña es muy importante. Y no tanto
por lo que declara inconstitucional, que es lo que hasta ahora se ha aireado,
sino sobre lo que declara constitucional. Va a suponer, con seguridad, un antes
y un después. Va a suponer cambios cualitativos en el funcionamiento de las
instituciones y en la relación de los poderes públicos.
Sus efectos no se verán en
su totalidad a corto plazo. Pero tengo la impresión de que avala el camino de
nuestro futuro Estado de las Autonomías en una dirección federal, o
federalizante, si se prefiere. En el bien entendido de que es la dirección
correcta, porque no debemos olvidar que muchos países de los más potentes del
planeta son federales: Estados Unidos, Alemania o Canadá, por ejemplo.
En este sentido, diré algo
que puede sorprender: el Tribunal Constitucional hizo un buen trabajo. Dio
continuidad a una jurisprudencia nacida en su seno, desarrollada durante muchos
años, y marcó el camino del futuro. Y lo hizo en unas circunstancias realmente
excepcionales. Internas, en las que lógicamente no entraré, y externas,
sometido a una presión casi insostenible. No es precisamente el mejor ambiente
para exigir a la institución una solución perfecta.
La situación ha llevado a un
deterioro de la imagen de la institución incompatible con su alta
responsabilidad y con la categoría y nivel de sus miembros. Se ha generado una
situación impropia de un país serio y moderno como pretendemos ser.
Es incomprensible, y por
tanto inexplicable, que la
Cámara que presidí procediera a la renovación de los cuatro
magistrados cuando su mandato había caducado hacía más de tres años [última
renovación parcial del Tribunal Constitucional]. Se modificó la Ley del Tribunal para que las
Comunidades Autónomas pudieran participar en la selección de candidatos al
Tribunal, dando así más contenido territorial al Senado y accediendo a una
legítima aspiración de aquéllas. Pero decisiones políticas consecutivas más que
discutibles tergiversaron el proceso generando un bloqueo del procedimiento.
Hoy, este mismo problema está en el Congreso de los Diputados.
Las instituciones, su
funcionamiento, su renovación, merecen un trato más respetable de las
formaciones políticas. Todo lo que les concierne debiera ser ajeno a la
coyuntura política, a las necesarias discrepancias, a los intereses inmediatos,
a la legítima aspiración de sustituir al Gobierno. No está siendo este asunto
un buen ejemplo de calidad democrática. Y no es el único ejemplo. Se puede
generar una dinámica general de graves consecuencias para el futuro.
Creo adecuado por ello
apelar una vez más al buen sentido político de los partidos para que afronten
estas situaciones con una altura de miras algo más elevada que la que se les
puede exigir para la vida diaria y el debate ordinario.
En rigor, estas reformas
suponen preparar España para los próximos 25 años. Esta es la exigencia de este
momento. Por ello, el espejo en el que tenemos que mirarnos para no
equivocarnos es el proceso de elaboración de la Constitución, que no
es otro que el del acuerdo. Teniendo presente siempre la obligación de
garantizar la convivencia entre todos los españoles y sabiendo que, juntos como
españoles, seremos más fuertes y respetados. Este es nuestro reto.
[*] Francisco Javier Rojo García fue Presidente del Senado en las Legislaturas VIII y IX (2004-2011)