¿Qué España queremos tener en 2020?
viernes 24 de enero de 2014, 09:02h
La
pregunta con la que he titulado estas reflexiones me la planteo de forma
recurrente y me consta que no soy el único en hacerlo. Tal vez no con el
horizonte temporal concreto del encabezado, pero, de una manera u otra,
teniendo como horizonte el futuro a medio plazo, aquel en el que van a vivir
nuestros hijos y nietos, y sobre el que las generaciones adultas podemos
influir. ¿Qué España hemos tenido? ¿Qué España tenemos? Y, sobre todo, ¿qué
España queremos tener?
En un
país como el nuestro en que la discusión forma casi parte de nuestro patrimonio
genético y cultural, me parece hasta cierto punto estéril querer buscar una
respuesta de consenso elaborada desde la política a las dos primeras preguntas.
Dejemos que sean los historiadores y los analistas de la actualidad los que
traten, en su caso, de dar respuesta a ambas cuestiones. Sin embargo,
corresponde al territorio de la teoría y, sobre todo, al de la práctica
política tratar de responder a la última de las tres preguntas apuntadas: ¿Qué
España queremos tener? Y más concretamente, ¿qué España queremos tener en 2020?
Sin
duda, desde cada óptica de partido habrá una respuesta distinta, pero creo que
desde la perspectiva de los dos grandes partidos españoles -que representan a
casi el 85 % del electorado- se coincide globalmente en lo que deben ser los
valores y principios que han de caracterizar España a partir de 2020. Creo no
equivocarme si afirmo que el Estado social y democrático de derecho que
consagra el artículo 1.1 de la
Constitución es nuestra directriz principal. Su mantenimiento
y reforzamiento ha de ser nuestra primera aspiración colectiva.
No
obstante, no debemos engañarnos. No corren buenos vientos. Ni para el Estado
social, ni para la democracia y, a veces, tampoco, para el Estado de Derecho.
La profunda crisis que nos está tocando vivir no está siendo el mejor aliado
para tratar de consolidar aquello que la inmensa mayoría de los españoles
considera irrenunciable: los derechos y las libertades fundamentales, las
políticas sociales y el imperio de la ley. Estos valores han de ser los que
inspiren los proyectos de reformas estructurales en la política, la
administración y la economía españolas.
Necesidad de
reformas estructurales
Los
españoles seguimos aspirando a una sanidad universal y gratuita; también a una
educación gratuita y de calidad para todos y a que el Estado ayude a los más
necesitados; a que las empresas sean competitivas en el plano internacional; a
contar con una voz que sea oída y respetada en el concierto de las naciones; a
que España sea referencia de paz, desarrollo humano y solidaridad.
Esas
son probablemente nuestras aspiraciones compartidas. Podemos discutir sobre
medios, instrumentos, caminos y formas de alcanzarlas y canalizarlas, pero
estoy convencido de que la inmensa mayoría de los españoles -y, por supuesto,
de sus representantes- las compartimos.
Ahora
bien, esas aspiraciones comunes pueden llegar a convertirse en simples utopías
si no abordamos, también de forma conjunta y consensuada, una serie de reformas
estructurales, esenciales para lograr que al inicio de la próxima década España
hayan desaparecido algunas de las amenazas que hoy ensombrecen nuestro futuro.
En este
sentido, creo necesario acometer en nuestro sistema político, social y
económico varias reformas y diversas apuestas estratégicas. Se trata de
reformas y apuestas de hondo calado que hemos de consensuar para que rindan sus
efectos. Estoy convencido de que los ciudadanos españoles de mediados del siglo
XXI nos juzgarán por el rigor y la valentía que pongamos al afrontar las
encrucijadas de hoy, como juzgamos nosotros a la clase política de la
transición por su valentía a la hora de encarar la democracia. Nos toca ahora
consolidar el futuro. Un futuro de todos y para todos, pero, sobre todo, un
futuro en el que nuestros hijos puedan tener tantas oportunidades como las que
nosotros hemos tenido, si no más.
Estoy
pensando en reformas y apuestas que afectan al estado autonómico, al papel del sector
público en España, a la estructura económico-social del país, a la necesidad de
recuperar el prestigio de la política, al papel que España debe jugar en un
mundo globalizado o a la necesidad de consensuar nuestros programas educativos.
Pero vayamos por partes.
Repensar el
Estado autonómico
Nuestra
primera reto no es otro sino el de repensar el Estado autonómico del que nos
dotamos los españoles, tras la aprobación de la Constitución de 1978.
El modelo que ideamos -teóricamente a medio camino entre un estado regional
avanzado y un estado federal clásico- ha sido por lo general muy útil y ha
traído prosperidad y desarrollo para los territorios, sobre todo para los que
partían de niveles de riqueza más bajos. La valoración global no puede ser pues
sino positiva. Pero también ha tenido sus servidumbres y limitaciones
-duplicidades, mimetismo...- que son las que ahora deberíamos intentar ajustar.
Creo
que la solidaridad está por encima de la identidad, y la justicia se sitúa
siempre por encima de la autonomía. La libertad y la igualdad de todos los
españoles valen más que todos los estatutos de autonomía juntos. De ello estoy
plenamente convencido. También tengo muy claro que las naciones no progresan si
crece la desigualdad entre sus territorios y entre sus habitantes sino que más
bien lo hacen si crece la igualdad, si se igualan los derechos de todos.
Tenemos
hoy en la organización política de nuestro país demasiadas administraciones: la
local, la provincial o insular, la autonómica, la estatal y la europea. Es
imprescindible racionalizarlas y coordinarlas, sin que ello implique suprimir
servicios a los ciudadanos, pero sí evitando gastos innecesarios y
duplicidades. ¿Es necesario, por ejemplo, que cada territorio duplique o
reproduzca miméticamente la estructura de la Administración Central
del Estado? ¿Son necesarios -se pregunta mucha gente y yo entre ellos- 17
consejos consultivos, 17 tribunales de cuentas, 17 defensores del pueblo, 17
consejos económicos y sociales, 17 televisiones...?
Reforzar el
principio de igualdad
El
segundo error que hemos cometido en este ámbito consiste en haber reforzado más
los aspectos de identidad de cada uno de los territorios frente al principio de
igualdad y al de pertenencia a un núcleo común, que no es otro que España. El
Estado debe estar para resolver problemas de los ciudadanos, y hacerlo de modo
eficiente; no para buscar otros nuevos o para que diversos políticos compitan
entre sí para ver quién sale en la foto el día de la inauguración.
Dentro
del Estado autonómico, es obvio que no todos los territorios que conforman
España son iguales, ni tenían historias semejantes; pero debe quedar claro que
esa diferencia constituye un hecho, que hay que gestionar, mientras que la
igualdad de todos los españoles es claramente un derecho. Debe quedar
meridianamente claro que lo contrario a la igualdad es la desigualdad, nunca la
diferencia.
Pero en
modo alguno estoy defendiendo con estas afirmaciones la desaparición o la
vuelta atrás en este proceso autonómico; tampoco quisiera que nadie piense que
aspiro a una nueva centralización del Estado; sólo estoy hablando de
racionalización, de sentido común, de aplicar la lógica política por encima de
nuestros particulares intereses locales.
En
alguna ocasión he leído que los presidentes autonómicos querían reunirse, para
coordinar sus políticas, sin la presencia de ningún miembro de la Administración del
Estado. Entonces, ¿para qué está el Estado?, ¿para qué sirve?, ¿qué opinan
nuestros ciudadanos de iniciativas descabelladas como ésta? Afortunadamente tal
reunión no llegó a producirse, pero el mero hecho de que alguien la planteara
no deja de ser preocupante.
Creo
que se trata de definir con claridad, pero también con lealtad, unas reglas del
juego nítidas, y respetarlas por parte de todos. Pero esa lealtad debe ser
entendida, en primer lugar, en relación con el todo -España- antes que con cada
una de sus partes. De no ser así, poco avanzaríamos y seguiríamos igual que
estamos.
Definir con
claridad el papel del Estado
No
quiero quedarme sólo con la reforma de nuestro Estado autonómico. Nuestros
retos son mayores y entre ellos destaca la necesidad de volver a definir el
papel del sector público español.
La gran
crisis económica -y social- de los tres últimos años en todo el mundo ha puesto
de manifiesto fallos del proceso de globalización, e igualmente ha desmontado
la teoría -hasta ahora casi indiscutida- de aquellas soluciones ideológicas de
cuño neoliberal que confiaban plenamente en la fiabilidad del mercado como
único mecanismo de regulación. Algunos pensaban que sólo el mercado iba a
conseguirlo todo: la producción, la distribución, la equidad, la justicia. Y es
más que evidente que no es así.
Hace
falta Estado, sobre todo les hace falta a los más débiles, a aquellos que
requieren de su protección; aunque a diario todos echamos mano de él: en la Educación, en la Sanidad, en las
infraestructuras y servicios públicos esenciales, en los servicios
asistenciales y sociales, etc. Resulta, pues, necesaria una nueva política
económica que ofrezca soluciones a las graves deficiencias del modelo de
mercados desregulados y de globalización financiera que hasta hace unos pocos
años nadie parecía querer cuestionar.
Hace
falta definir al Estado con claridad, enumerar en qué sectores debe estar para
garantizar derechos básicos de todos los ciudadanos -Sanidad Educación,
Servicios Sociales- y en cuáles es perfectamente prescindible. Es conveniente
que los ciudadanos sepan lo que nos cuesta -a todos, es decir, al Estado- pagar
determinadas facturas: por ejemplo abonar el subsidio de desempleo a los
parados actuales nos cuesta al año 32.000 millones de euros [en cifras de 2011]; eso significa que
pagarlo sólo durante 40 días equivale a todo el presupuesto anual del
Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación. Esos son los datos y no
podemos permanecer ajenos a ellos.
Algo
que debe quedar muy claro es que el gasto público debe ir acompasado al
crecimiento de riqueza en el país, y que cuando haya superávit, parte del gasto
público se debe destinar a reducir la deuda. En cualquier caso, y ante los
tiempos de austeridad económica que se avecinan, podemos resumir que se trata
de controlar el gasto sanitario, educativo y en servicios sociales -los tres
pilares básicos, junto con las pensiones- sin que ello signifique desmantelar
lo básico del Estado de bienestar, que con tanto esfuerzo hemos venido
construyendo en España en paralelo a la recuperación democrática.
Cambiar para
mantener el Estado social
Todas
estas reflexiones y todos estos cambios entiendo que debemos hacerlos si
queremos mantener el Estado social. Y debemos hacerlo conjuntamente. Pero las
reformas que debemos acometer no se limitan al estado autonómico o al papel del
sector público español. No. Son necesarias otras reformas estructurales como la
del mercado laboral, la financiera o la de nuestro sistema de pensiones. Todas
ellas ya están en marcha. Me congratulo por ello.
Es
obvio que el primer principio de toda política económica es que no se debe
gastar más de lo que se tiene. Lo progresista no es sólo pedir mejoras sociales
para todos, sino a continuación explicar cómo vamos a pagarlas. Si para
mantener las políticas sociales, que es una de nuestras cartas de identidad,
hay que reducir el déficit público, pues habrá que hacerlo, aunque lógicamente teniendo
el máximo cuidado de causar el menor daño posible, sobre todo a los sectores
más desfavorecidos.
La
reciente reforma del mercado laboral [en referencia a la reforma laboral de Zapatero, en septiembre de 2010] ha dado a nuestro sistema una flexibilidad
que, estoy convencido, empezará a dar frutos muy pronto y en otro orden de
cosas se atisban algunos indicios esperanzadores, como el hecho de que ante la
fuerte crisis económica las organizaciones más representativas de empresarios y
trabajadores se hayan puesto de acuerdo en algunos diagnósticos, por ejemplo,
la necesidad imperiosa de ganar cuota de mercado interno y externo, así como
mejorar la competitividad de nuestra economía y ajustar la evolución de los
salarios a la situación real de la economía.
También
nos hemos puesto a trabajar en la reforma del sistema financiero [durante la etapa de Zapatero, no la reforma de Rajoy], que ha
supuesto, entre otras cosas, la reducción muy considerable del número de
entidades de crédito -Cajas de ahorro-, así como el reforzamiento de las
garantías para que estas entidades cumplan sus compromisos con sus
depositantes. Todas las entidades financieras están ya dando los pasos para
cumplir las exigencias para reforzar su capital que han sido fijadas en un
reciente decreto ley por el Gobierno.
En
cuanto a la reforma del sistema de Pensiones, he de decir que la prolongación
de la edad de jubilación parece deducirse claramente de una mayor longevidad de
los españoles y de la necesidad de garantizar la viabilidad de un sistema
esencial en un Estado social.
Recuperar el
prestigio de la política: frenar la corrupción
Tenemos
que ser capaces, sobre todo el Gobierno, pero también los diputados, de
explicar a los ciudadanos que estas reformas exigen esfuerzos y sacrificios,
pero también que si se cumplen como está previsto darán sus frutos y estos
serán positivos para el conjunto del país.
Doy un
nuevo paso y planteo la necesidad de recuperar, de forma inmediata, el
prestigio de la política. Multitud de indicadores nos hablan una y otra vez del
desprestigio de la clase política, que es percibida como el tercer problema por
los españoles según encuestas del CIS, tras el paro y la situación
económica. Teniendo en cuenta que paro y situación económica son indicadores
intercambiables, llegamos a la dramática conclusión que los políticos son el
segundo problema de los españoles.
Ese
desprestigio tiene causas diversas, pero no la menor es la corrupción de
algunos políticos cuyas consecuencias se extienden sobre la inmensa mayoría de
hombres y mujeres que se dedican a la política y la ejercen de modo
transparente. Y tampoco es desdeñable la percepción ciudadana de que los
políticos defienden más los intereses de sus partidos o los propios que los de
aquellos que las representan. Y es absolutamente cierto que en el ámbito de
valoración de la clase política se pueden introducir la demagogia y ciertos
intereses antidemocráticos que no osan confesar su nombre, pero el mejor modo
de luchar contra ellos es el ejemplo y la transparencia.
No
hemos de dejar de poner nuestro oído a algunas de las propuestas e ideas que
están surgiendo de movimientos como el del 15-M y que buscan sinceramente tener
una política a la altura de las necesidades de la calle. Lo importante es que
entre todos sepamos canalizar las propuestas, vengan de donde vengan, que
aspiren a una mejoría de la vida pública y ponerlas en conexión adecuada con
los partidos políticos y sus "terminales" parlamentarias.
No
parece muy lógico que la inmensa mayoría de los ciudadanos deseen que los
grandes partidos se pongan de acuerdo en temas de fondo, y éstos no sean
capaces de hacerlo. Los ciudadanos nos piden continuamente ese acuerdo para las
grandes decisiones que convienen al país y, sin embargo en muchas ocasiones, en
la mayoría, este acuerdo, este consenso, que fue habitual durante la Transición no llega a
producirse.
Los
ciudadanos perciben con demasiada frecuencia que los partidos más que para dar
soluciones a los problemas del país se dedican a defender sus propios
intereses, personales o corporativos; y esto es un verdadero cáncer para la
democracia. La política la entiendo como el instrumento para llegar al poder y
el poder como el instrumento para cambiar la sociedad. Sin embargo, los
ciudadanos a veces tienen la sensación de que la política es el instrumento
para llegar al poder y el poder el medio para permanecer en él. Estamos ante un
problema de primer orden que nos puede convertir -a nosotros los políticos- en
socialmente prescindibles y en ese mar -que no nos quepa ninguna duda- sólo
pescaran los enemigos de la libertad.
Cambios en
la ley electoral
La Ley orgánica del régimen electoral
general vigente está en el origen de muchas servidumbres políticas. De
indudable utilidad en su momento hoy parece presentar disfunciones y eso lo
perciben los ciudadanos. El diputado, el representante, debería tener más
autonomía y depender menos de la cúpula de su partido y más de quienes le
votan. Hoy los ciudadanos perciben que las elecciones tienen más que ver con
los aparatos de los partidos que con los candidatos individualmente
considerados, más con la fidelidad a los líderes partidistas que con su valía o
preparación. Y muchos piensan, también, que si alguien quiere llegar a ser
diputado, senador o alcalde le tiene más a cuenta trabajarse a la cúpula de su
partido que al electorado que luego habrá de votarle.
En
definitiva, tenemos que pensar en reformar la Ley electoral para acercar a los elegidos
respecto a sus electores. Cuando lo hagamos los ciudadanos estarán satisfechos.
El modo es lo que habría que discutir y deberíamos ir pensando, como he
sugerido en otras ocasiones, en un sistema próximo al alemán en el que se
combinen los distritos uninominales con listas nacionales de manera tal que,
con este u otro sistema, se incremente la autonomía de los que resulten
elegidos.
'¡Indignaos!'
Cuando
esto escribo [en 2001] se ha iniciado un movimiento de contestación contra las
deficiencias de la política y la vida pública que ha tomado la principal
consigna del libro de Stéphan Hessel: ¡Indignaos! Y es que las consecuencias de
la crisis que ha golpeado de modo especial y en forma de desempleo a los jóvenes
han desatado un movimiento social pacífico y dialogante que quiere cambios en
la vida política, en la economía y en la sociedad. Y aunque es bien cierto que
hay que separar las voces de los ecos, como gustaba decir Antonio Machado, es
menester atender las razones fundadas de las quejas y canalizarlas por las vías
que establece la
Constitución. De ahí la demanda de ética y legislación con
las que es preciso responder a quienes nos interpelan con sus razones y
demandas.
El
movimiento 15 M
no es un movimiento antisistema, aunque haya rasgos que puedan hacerlo aparecer
así, no es un movimiento contra la democracia que es ya un valor asumido por
nuestras sociedades, sino contra una cierta forma de hacer política y de
practicar la economía. De toda la sociedad y especialmente de la clase política
depende que sepamos escuchar y traducir los mensajes en una moral y una
legislación más participativa.
Consenso en
defensa y en política exterior
Y para
ir concluyendo deseo referirme al papel que España debería jugar en el mundo en
el siglo XXI.
La
política exterior -y añado aquí la de defensa- debe ser, por definición, una
política de consenso. No se nos respetará en el exterior si nuestras posiciones
se basan en mayorías parlamentarias exiguas. Nuestra fuerza en el exterior
vendrá de la mano de nuestra capacidad para llegar a acuerdos en relación con
los intereses generales de España en el mundo.
La
política exterior es cara. Participar en las grandes decisiones planetarias es
caro. Ser un miembro activo de G-20 es caro. Mantener una red amplia de
Embajadas y Consulados capaces de defender adecuadamente nuestros intereses es
caro. Pero una política exterior consensuada y firme, que sea capaz de
convertir a España en un referente internacional en múltiples ámbitos, es sin
duda una gran inversión estratégica.
España
debe ser reconocida en la sociedad internacional como un socio serio, referente
en solidaridad y paz, pero también en innovación y competitividad. Esa debe ser
nuestra tarjeta de presentación internacional y en un mundo extremadamente
competitivo y globalizado, es necesario un esfuerzo nacional consensuado que
sea capaz de colocarnos en el lugar que la historia de España nos exige que
ocupemos.
Una buena
educación para formar buenos ciudadanos
Concluyo las ya largas reflexiones para atisbar el
horizonte del 2020 con una referencia que no por ser la última es la menos
necesaria. Yo diría que es el pilar sobre el que debemos construir la nueva
sociedad del futuro inmediato. Me refiero al papel de la educación en nuestra
vida pública. Se han vertido ríos de tinta en reflexionar sobre estas materias,
pero no se ha dicho con suficiente claridad que lo que una sociedad sea depende
de su sistema educativo.
Con
frecuencia se ha aludido a la necesidad de la educación para incrementar la
productividad, la competitividad y el crecimiento económico. Es absolutamente
cierto, pero antes que fuerza de trabajo una buena educación forma y perfila
ciudadanos, es decir, hombres y mujeres que enfrenten el futuro con formación,
capacidad crítica y disposición dialogante. La educación ha de formar
profesionales capaces y, sobre, todo, ciudadanos competentes. Por ello es
menester un consenso sobre los puntos centrales del proyecto educativo que no
puede estar sometido al albur de las mayorías políticas y los cambios de
gobierno.
Queden
estos apuntes como invitaciones a la reflexión cuyo único propósito es
colaborar a los debates que se han abierto en el foro 2020 y las líneas que
acabo de escribir como un elemento más para el diálogo plural a través del cual
construir los acuerdos que necesitamos como sociedad democrática y abierta que
afronta el futuro con esperanza.
Mi
enhorabuena a los impulsores de este proyecto y mis mejores deseos de éxito en
una reflexión que considero políticamente necesaria y socialmente ineludible.
[*] José Bono Martínez presidió el
Congreso de los Diputados en la IX
Legislatura (2008-2011). Este artículo se publicó en el libro "La España que necesitamos. Del 20 N al 2020", en 2011, pero sigue plenamente vigente, razón por la que lo recuperamos para este debate.