Enmendar la Constitución pero no dinamitarla
lunes 20 de enero de 2014, 09:26h
A
diferencia de lo ocurrido a lo largo de los casi dos siglos de nuestra
atormentada historia constitucional la ley de leyes de 1978 no responde en su
esencia a una dialéctica izquierda-derecha, ni a la naturaleza de la forma de
Estado monarquía-república, ni siquiera al tradicional regateo en el reparto de
los poderes del rey y los del parlamento; responde básicamente a la tensión entre
el Estado central y los nacionalismos vasco y catalán.
Fernando
Álvarez de Miranda, firmante de la Constitución de 1978 como presidente a la
sazón del Congreso de los Diputados (1977-1979), lo explica y se lamenta de ello
en su último libro: "La España que soñé", editado por "La Esfera de los
Libros", Madrid-2013: "... habíamos caído en una trampa, ya que se nos estaba
imponiendo todo el proceso autonómico como condición indispensable para
conquistar la democracia".
Por
ello, el hecho de que las presiones para la reforma procedan del conflicto
catalán apunta al núcleo central de nuestra Carta Magna. No sólo se pone en
cuestión el título VIII, sino el principio básico de la misma. Su "fundamento".
Se ha convertido en conflictiva la proclamación de unos principios que hubieran
resultado superfluos, por obvios, en las constituciones anteriores.
Me
refiero al punto 2 del artículo primero que reza: "La soberanía nacional reside
en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado" y al artículo 2
que proclama: "La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la
Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce y
garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran y la solidaridad entre todas ellas".
Estamos
pues ante la necesidad o la oportunidad de abordar un cambio fundamental que
alumbre un nuevo consenso que permita un nuevo encaje de Cataluña y el País
Vasco como "nacionalidades", un término, por cierto, que recogió la Constitución
tras encendidos debates al borde del precipicio. ¿Podrá ahora llenarse de
contenido este término que fue introducido por los constituyentes a
regañadientes como un mero formalismo, como una especie de concesión emocional.
Creo que ha llegado el momento para proceder a ello.
Hay,
desde liego, otros aspectos para reformar, especialmente lo que se refiere al Título
II, el referente a "La Corona", tanto en lo que se refiere a la prioridad del
varón en el orden sucesorio como en la necesidad de rellenar los huecos dejados
para el futuro. Parece evidente que los constituyentes pasaron de puntillas
sobre todo lo referente a la Corona. Estas lagunas son llamativas en lo
referente a la posibilidad de abdicación del monarca en la misma, sobre lo que
los constituyentes pasaron de puntillas; al origen de la iniciativa para su
incapacitación y como habría que proceder; al papel y estatus del Heredero,
quien, por ejemplo, cuando acude a las tomas de posesión de los presidentes
latinoamericanos debe viajar con una autorización ad hoc del Ministerio de
Asuntos Exteriores; así como de la conveniencia o no de atribuirle un blindaje judicial,
o sea si el Príncipe participa de alguna forma en la inviolabilidad que protege
al Rey. En definitiva, hoy se plantea la necesidad de establecer un Estatuto de
la Corona.
Sobre
el fondo de las reformas precisas en este título no se plantea conflicto alguno
entre los dos grandes partidos, pero no se ha procedido a ellas por el temor de
que proporcionara una oportunidad para un debate/juicio sobre la Monarquía, un
replanteamiento de su necesidad.
No creo que hoy esté en el debate
político la opción republicana que no plantean ni el Partido Popular ni el PSOE. Todavía siguen
vivos en la sociedad española los avatares de la II República. Para la derecha
sociológica, la República significa "Revolución" y en muchos ciudadanos, de derechas,
de izquierdas o indiferentes, especialmente los de más edad, persiste el miedo
a un nuevo foco de inestabilidad. Está todavía muy presente que la II República
acabó en guerra civil. No por culpa de los republicanos, sino de los militares
golpistas que necesitaron una guerra de tres años para eliminarla, lo que
demuestra, sin menospreciar los errores cometidos por la República, lo
sólidamente que estaba instalada. Es un fantasma que sigue pesando en el
imaginario colectivo.
Mi
opinión es que, a pesar de
la necesidad de efectuar cambios profundos, habría que intentar mantener la Constitución
a lo largo del tiempo, más allá de los relevos generacionales y proceder a las
enmiendas necesarias al estilo de la Constitución de los Estados Unidos.
La Suprema Norma se mantiene desde 1787 y ha sido enmendada para cuestiones tan
importantes como el establecimiento de la libertad de culto, de expresión y de
reunión; el derecho a voto de las mujeres y de los negros etc.
La
historia de España ha transitado golpe a golpe, de "pronunciamiento" militar a
pronunciamiento, de "grito" conservador a grito progresista, a lo largo de todo
su devenir constitucional que tiene un arranque hermoso pero rápidamente
frustrado en las cortes de Cádiz de 1812 pero que no se institucionaliza,
aunque fuera a trancas y barrancas, hasta que, muerto Fernando VII, se
establece un pacto liberal con Isabel II en pugna con el "legitimismo"
carlista.
Cada
golpe, cada pronunciamiento, traía una constitución debajo del brazo que solía ser
un "trágala" a la constitución derrocada. Que los españoles no fuéramos capaces
de acordar una norma básica de cierta permanencia, capaz de sobrevivir a los
gobiernos de turno, refleja la atormentada convivencia política en este país
que, como decía Emilio Castelar, presidente de la I República, "ha aburrido a
la historia".
Parecido
fenómeno se observa en las demás naciones europeas de régimen liberal con la
notable excepción del Reino Unido, donde una constitución no escrita mantuvo
las reglas de juego político más allá de los avatares electorales. En nuestro
país, tras la terrible guerra civil y la muy cruel y larga dictadura
franquista, parecería aconsejable optar por el ejemplo americano y mantener los
grandes principios de la Constitución de 2008 adaptándola a los nuevos tiempos
por medio de enmiendas puntuales, todo lo profundas que sea menester.
La
Constitución vigente precisa un buen repaso que va más allá de unas manos de
pintura tras 35 años de vigencia. Parece que hay consenso en ello pero predomina
el miedo al cambio, la constatación por parte del partido que sostiene al
Gobierno de que más vale quedarnos como estamos. Virgencita, virgencita... Todos
la quieren cambiar, pero tanto José María Aznar como José Luis Rodríguez
Zapatero y Mariano Rajoy estimaron, llegado el momento, de que no era el
momento.
Mala
cosa cuando un país se inmoviliza por miedo a las reformas necesarias. El temor
de que cualquier cambio representa un peligro es un síntoma de decrepitud.
Claro que representa un peligro pero también una necesidad; una sociedad debe
asumir los riesgos precisos para seguir funcionando, para mejorar la calidad de
la democracia. De no hacerlo se arriesga, en el mejor de los casos, a que la
Constitución se convierta en irrisorio papel mojado. No me parece un
razonamiento válido el que acuña la teoría del melón, ni me parece justo ni
prudente que cada partido se muestra inflexible en su intento de arrimar el
ascua a su sardina. La constatación de que nadie se encuentre satisfecho con la
ley de leyes, como sucedió en 1978, sería la suprema virtud, la prueba del
nueve de que se ha acertado.
Afortunadamente
este país cuenta hoy con una base económica que permite acolchar los conflictos
y organizar la convivencia sobre bases razonables. Si no va a ser posible
llegar a un acuerdo básico mínimo sobre la organización de la convivencia... apaga, vámonos y el ultimo que salga que
apague la luz.
[*] José García
Abad es presidente del Grupo El Nuevo Lunes