La vigencia de la Constitución de 1978 y la unidad territorial
martes 07 de enero de 2014, 09:30h
En
diciembre del pasado año 2013 se ha conmemorado el 35 aniversario de la
promulgación de la vigente Constitución de 1978, un periodo de estabilidad
política, económica y social sin precedentes en la Historia de España. En este
periodo el texto constitucional ha sufrido unas mínimas modificaciones, no
tanto por exigencias internas, cuanto por acomodaciones derivadas de la
pertenencia de España a la Unión Europea.
El
éxito de tal estabilidad radica en que esta Constitución, a diferencia de las
otras Constituciones habidas desde 1812, no es propia de ninguna ideología,
sino el fruto de un amplísimo consenso, por virtud del cual, cada formación
política, excluidas las de mayor radicalidad histórica, puede reconocer y
desarrollar, a su amparo, lo esencial de sus propios principios programáticos.
Los
ejes centrales de esta Constitución son tres: la configuración de España como
un Estado social y democrático de Derecho, del que emanan como valores
superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y
el pluralismo político; el pueblo español como titular de la soberanía nacional
y en el que reside la soberanía nacional, del que emanan todos los poderes del
Estado, y la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado,
institución hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos I de Borbón,
legítimo heredero de la dinastía histórica.
De
estos tres ejes, la cuestión nacional es la que aparece, al cabo de esos
treinta y cinco años, como menos consolidada. La democracia no ha resuelto lo que algunas formaciones
nacionalistas denominan "el encaje de los hechos diferenciales en el Estado
español". Antes al contrario, al finalizar este periodo de tiempo, ese
encaje ha derivado claramente hacia propuestas indisimuladas de independencia
de Cataluña y el País Vasco por parte de las fuerzas nacionalistas respectivas.
De
nada ha servido a este respecto la fórmula recogida en el Titulo Preliminar de
la Constitución de 1978: unidad indisoluble de la Nación española, patria común
e indivisible de todos los españoles y reconocimiento y garantía del derecho a
la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad
entre todas ellas.
Una
modificación en esta configuración nacional entrañaría una reforma
constitucional en los términos más exigentes requeridos al efecto: aprobación
por una mayoría de, al menos, tres quintos de cada una de las Cámaras, Congreso
y Senado, disolución inmediata de las Cortes, ratificación y aprobación del
nuevo texto constitucional por mayoría de dos tercios de las nuevas Cámaras y
sometimiento de la reforma a referéndum para aprobar la reforma. En otras
palabras, una modificación de esta envergadura requiere, al menos, un consenso
político análogo al que aprobó la Constitución y participación en su
ratificación de todo el pueblo español.
A
tenor de las declaraciones de los líderes políticos de las dos principales
fuerzas políticas hechas a propósito de la propuesta nacionalista catalana de
independencia, no parece probable que pueda prosperar el intento secesionista
anunciado por la Generalitat de Cataluña, propuesta que sin duda pasará como un
intento más de una cierta oligarquía catalana de buscar supuestos mayores
beneficios que los que se derivan y le otorga la patria común española y que siempre
se han revelado como quimeras nacidas de una idealización histórica que nunca
tuvo lugar, muy alejados del verdadero sentimiento e interés general de la
mayoría del pueblo de Cataluña.
Si
el reconocimiento de su nacionalidad y derecho a la autonomía, que ha
proporcionado a Cataluña el mayor ámbito competencial de la Historia, no ha
servido a los partidos nacionalistas para asegurar su lealtad constitucional al
texto de 1978, una hipotética reforma de la Constitución en el sentido federal
tampoco sería la fórmula para conseguirla, amén de los interrogantes nacionales
de futuro que traería consigo para el conjunto de España, a saber: cuáles
serían los estados federados, su soberanía en el conjunto de la federación, que
competencias se cederían al Estado federal, etc.
A
lo más que se llegaría con los partidos nacionalistas sería una aceptación
transitoria de la reforma, como un paso más en el camino hacia la plena
independencia y ello a cambio de trocear, artificialmente, el resto del
territorio español.
La
fórmula esbozada, a estos efectos, por el Partido Socialista Obrero Español no
parece conducir a ningún buen puerto y sí a una nueva tormenta constitucional,
una más, de la que nada positivo saldría para el conjunto del pueblo español.
Mejor seguir manteniendo, en sus términos, la Constitución de 1978 y que el
pueblo español permanezca como titular de la soberanía nacional, en una España
que siga siendo la patria común e indivisible de todos ellos.
[*] Arturo
García-Tizón López es presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de
los Diputados