Pensaba que no había nada más estúpido
que decir que huir de la batalla enseñándole el culo al enemigo es una retirada
estratégica. Pero como suele ocurrir con demasiada frecuencia la realidad me ha
demostrado que estaba equivocado: hay cosas tan estúpidas como decir que el
aborto hay que dejarlo al margen de ideologías; como si éstas fueran el demonio
y cuando lo que subyace en el fondo de la cuestión es algo tan crucial y de un
trasfondo tan ideológico como el concepto que tenemos del ser humano.
No me cabe duda de que detrás de tan
desafortunada declaración, amén de temores electorales, se encuentra el
prejuicio de creer que no defender un supuesto derecho al aborto es de carcas y
de meapilas, y que hacerlo es de progresistas. Un prejuicio hijo precisamente
de una carga ideológica muy potente que pasa por encima de la razón para llegar
al terreno de la emotividad, la irracionalidad y, en último caso, el fanatismo.
Porque lo cierto es que la defensa de la vida y de la dignidad de la mujer no
puede ser ni de izquierdas ni de derechas, ni de creyentes o de ateos, sino que
obedece simplemente a lo más razonable: lo más conveniente para el bien común.
Hace unos días presentaban el
anteproyecto de Ley Orgánica para la protección de la vida del concebido y de
los derechos de la mujer embarazada. El titulo ya dibuja claramente los
parámetros sobre los que planea esta norma, muy esperada y necesaria como punto
de inflexión frente a la Ley vigente, un texto ideologizado desde su propio enunciado:
Ley Orgánica 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción
voluntaria del embarazo. Mientras ésta, conocida como Ley Aído, parte del
prejuicio de dar por hecho que existe un derecho a decidir sobre la vida del no
nacido, la Ley que propone el actual Gobierno recupera la tradición ideológica
propia de occidente, según la cual es el derecho a la vida el bien primero que
hay que proteger. Es más, ningún instrumento de derecho internacional en
materia de derechos humanos reconoce el tal derecho al aborto, ni con carácter
universal (ONU), ni regional (tratados europeos o latinoamericanos de derechos
humanos); así lo ha establecido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos
respecto a Irlanda, por ejemplo.
Y así, mientras que con un planteamiento
ideológico la Ley Aído rompía no sólo con nuestra tradición jurídica sino con
la de los países de nuestro entorno y perspectiva cultural, el texto que ha
propuesto el ministro Gallardón es coherente con la doctrina del Tribunal
Constitucional que ha afirmado con rotundidad que el derecho a la vida del
concebido y no nacido se sitúa en el ámbito de derecho fundamental a la vida
del artículo 15 de la Constitución, así como del artículo 10 que reconoce el
valor jurídico de la dignidad de la persona como fundamento del orden político
y de la paz social. Así que, frente a la ruptura de la norma todavía en vigor y
la propuesta que pretende restaurar el consenso de la Ley de 1985, ¿quién
impone su ideología violentando a buena parte de la sociedad?
Que vociferen más, no quiere decir que
tengan razón. De hecho, vemos que la cosa se complica si para hablar del aborto
como un derecho tienen que violentar el propio derecho, la razón y no en pocas
ocasiones, precisamente para acallar conciencias, tienen que tergiversar
violentamente los datos que ofrece la ciencia.
Efectivamente, existe sobrada evidencia
científica de que la vida empieza en el momento de la fecundación, el momento
en el que se constituye la identidad genética singular; y de que el cigoto,
luego embrión y luego el feto, no forman parte de ningún órgano de la madre,
sino que es la primera realidad corporal del ser humano, un ser nuevo y
singular, distinto de su padre y su madre. Por lo tanto, y según estas
evidencias, un aborto no es sólo la "interrupción voluntaria del embarazo" sino
la "interrupción de una vida humana".
Y en este punto, no deja de ser muy
llamativo cómo a menudo los argumentos que se emplean para defender este
supuesto derecho, lo que hacen es convertir a la mujer en víctima frente al
nasciturus cuya sola existencia es la causa de todos los males, por lo que
abortar no es otra cosa que la solución perfecta a esos males, la receta
progresista y moderna que libera a la mujer.
Pero, ¿cómo va a ser progresista, en el
más genuino significado de la palabra progreso, ante el drama de una mujer con
un embarazo no esperado, que teme por su empleo, por el bienestar del resto de su familia, o
por su propia salud o la del hijo concebido, ofrecerle como solución perfecta
terminar con esa vida? ¿No deja sin resolver esta "solución" las dificultades
que sufre esta mujer, y que igualmente sufrirá mañana, con o sin ese hijo? ¿Y
no será que preferimos, en lugar de solucionar estos problemas para que la
mujer pueda, realmente, decidir sobre su vida, echarle encima la insoportable
responsabilidad de resolver "su problema" de esta forma tan trágica?
Esto es lo que en un ejercicio de
hipocresía social sin precedentes hace la Ley Aído. Emboscada en el supuesto
derecho a decidir, lo que esconde es el abandono total de la mujer, sola ante
el miedo y las dudas de un embarazo no esperado, ante el miedo a un despido, a
la incertidumbre económica, a la falta de seguridad afectiva, a la falta de
salud y desde ahora obligada también a luchar contra sus propios hijos en una
guerra despiadada por la supervivencia.
Frente a esto y con la advertencia de
que son medidas que deben ser desarrolladas a futuro, la ley que propone el
actual Gobierno lo que plantea es la necesidad de diseñar un marco normativo
que acompañe a la mujer y le garantice su estabilidad laboral, respalde su
proyecto de familia, le permita ser madre, mejore las posibilidades de la
adopción y, muy importante, impulse una verdadera educación afectivo-sexual
que, sin miedo, aborde la sexualidad humana en toda su riqueza y complejidad.
Lamentablemente es un territorio común
de los mal llamados centristas vaciar de contenido antropológico y filosófico
cualquier debate, como un nuevo laissez faire que en el
fondo no es sino el burladero por el que el mal político huye del compromiso y
la responsabilidad. Y en ese laissez faire vamos dejando
que otros con menos escrúpulos a la hora de defender y llegado el caso imponer
sus planteamientos ideológicos, diseñen una sociedad en la que, por lo que
vemos, el débil puede ser, perfectamente, abandonado a su suerte y el más
débil, simplemente, eliminado.
Pero si no caemos en prejuicios,
etiquetas y fanatismos preconcebidos, es evidente cual es la opción realmente
progresista, la que nos sugiere la recta razón: atender precisamente las
necesidades de los más débiles. No podemos abandonar a las mujeres a su suerte,
de la misma manera que no podemos apartar sin más la mirada de los concebidos y
no nacidos, de los discapacitados, de los enfermos o de los ancianos. Eso sería
nuestro gran fracaso como sociedad por mucho que lo hagamos bajo el paraguas
del consenso, sin ideologías y con la marca 'progreso'.
***Julián Huete Cervigón
Vicepresidente Segundo de la Diputación de Cuenca