La Constitución y la articulación territorial del Estado español
lunes 23 de diciembre de 2013, 09:27h
El
pacto constitucional de 1978
Examinada
con perspectiva, la obra de los constituyentes de 1978 y de quienes
posteriormente impulsaron el desarrollo constitucional del Estado Autonómico se
nos presenta hoy como una mezcla de distintos factores:
-
En primer lugar, generosidad y espíritu de concordia política, que llevó a cesiones
políticas por parte de todos y no solo, ni siquiera principalmente, de los
partidos nacionalistas, pero que no ha servido, sin embargo, para evitar
comportamientos desleales respecto de la Constitución y del pacto fundamental
originario (Plan Ibarretxe en el País Vasco, desafío secesionista en Cataluña).
-
En segundo lugar, carencia de un diseño previamente concebido o imaginado (ya
no digo acabado) de la organización territorial del Estado y de hasta dónde se
quería llegar con el proceso de descentralización política. Proceso que, de
acuerdo con el denominado principio dispositivo, se abandonó a la dinámica
política posterior y a la voluntad manifestada de cada territorio para
constituirse en comunidad autónoma a través de la aprobación o de la reforma de
sus Estatutos de Autonomía.
La
distinción entre "nacionalidades y regiones" del art. 2 C.E. y la doble vía de
acceso a la autonomía para las de la vía rápida (art. 151 C.E.) y las de la vía
lenta (art. 143 C.E.), con niveles competenciales distintos, seguramente necesaria
para lograr un amplio consenso constitucional (integrando a la minoría de
vascos y catalanes), ha sido, sin embargo, un factor de perturbación en la
articulación territorial del Estado, cuyas consecuencias últimas se han puesto
de manifiesto dramáticamente en 2012 con el desafío independentista planteado por
la Generalidad de Cataluña.
Lo más llamativo es que la Constitución de 1978,
pese a aludir a ellas, no nombra ni define las "nacionalidades"; ni dice cuáles
son los rasgos o cualidades que las especifican, ni tampoco señala ningún
criterio que las distinga de las "regiones". Y lo que es todavía más importante,
no atribuye a esa denominación efecto jurídico alguno (ni siquiera a efectos de
las vías de acceso a la autonomía de la Disposición Transitoria 2ª) y mucho
menos un estatus jurídico especial diferenciado dentro de la organización territorial
del Estado. Ese silencio constitucional acerca del término "nacionalidades" no
es una laguna o vacío normativo, sino una decisión fundamental, consciente y
deliberadamente querida, del constituyente de 1978. "Compromiso apócrifo", en
la conocida expresión de Carl Schmitt, de "pacto tácito" habla Herrero de
Miñón, pues mediante esa fórmula se dejaba indeciso lo que era precisamente objeto
de controversia: el significado mismo de aquel término.
La
lógica de la diferenciación (los llamados "hechos diferenciales"), que estaba
implícita en el art. 2 de la Constitución, se rompió por Andalucía. Se inició
entonces, a partir de los años 90, una carrera hacia la igualación competencial
(la carrera de las "tortugas por alcanzar a las liebres" en frase de un
destacado constitucionalista) que culminará en la "burbuja política" de
diecisiete fragmentos de Estado emulando miméticamente la arquitectura
institucional del Estado y todos sus aparatos. "Burbuja" que estallará con la
crisis económica y financiera al compás de las otras dos burbujas, la
inmobiliaria y la financiera. Se cierra así el dramático cuadro de la crisis del
Estado en la que estamos instalados hoy en España.
-
En tercer lugar, imprevisión de las
consecuencias políticas y prácticas que resultaban de la complejidad de las
fórmulas y técnicas empleadas en el Título VIII de la Constitución para llevar
a cabo la tarea de la distribución territorial del poder político con el sistema
de doble lista de competencias del art. 148 C.E. [lista de 22 materias sobre
las que las CC.AA. pueden asumir competencias] y art. 149 C.E. [lista de 32
materias sobre las que el Estado tiene competencia exclusiva, aunque sin
precisar si se trata de competencias legislativas exclusivas o atribuciones de
otra clase] y la fragmentación de muchas de los títulos competenciales en
legislación básica (del Estado) y desarrollo legislativo y ejecución (de las
CC.AA.), un semillero inagotable de conflictos ante el TC. Los conceptos, no
siempre claros, de "bases, normas básicas o legislación básica", "condiciones
básicas", "alta inspección", "coordinación general", "competencias exclusivas",
"competencias compartidas" o "competencias concurrentes", "interés general", la
"cláusula de prevalencia" o la "cláusula sin perjuicio".
Conceptos
que son decisivos para la ordenación del reparto de competencias porque
constituyen garantías de la unidad del Estado, están, sin embargo, meramente
dichos o enunciados en la Constitución, pero no definidos y sin que su
significado pueda desprenderse naturalmente y sin esfuerzo de su lectura. Por
poner solo un ejemplo y sin entrar en un examen pormenorizado, las competencias
en materia de educación o de lengua; o en materia de ordenación del territorio,
suelo y urbanismo. "El Título VIII de la Constitución, que ha dado lugar a la
organización del sistema autonómico, es un desastre sin paliativos, un complejo
de normas muy defectuosas técnicamente, que se juntaron en dicho texto sin
mediar ningún estudio previo ni una reflexión adecuada sobre las consecuencias
de su aplicación", ha escrito recientemente Santiago Muñoz Machado.
El
mayor problema que tiene hoy planteado nuestro Estado constitucional no es, a
mi modo de ver, el de "la profundización del autogobierno". Hoy el verdadero
desafío de la Constitución y del Estado por ella alumbrado es cómo prevenir los
riesgos de la fragmentación política en un modelo de organización territorial
tan peligrosamente abierto que no parece tener fin y que amenaza con la
centrifugación de un Estado trabajosamente construido a lo largo de estos años.
Esto
es, el problema de cómo articular mecanismos que permitan poner el acento en la
unidad y la solidaridad, principios sobre los que se asienta el modelo de
autonomía territorial querido por la Constitución -tener en cuenta "el todo por
encima de las partes", como le gustaba decir a Francisco Tomás y Valiente y ha
declarado reiteradamente el Tribunal Constitucional- combinando procedimientos
homogeneizadores de coordinación y cooperación multilateral, que son
consustanciales a un Estado compuesto, con relaciones o acuerdos de alcance
bilateral. Y ello, en definitiva, para posibilitar un funcionamiento racional y
eficaz del Estado de modo que, sin menoscabo de su pluralidad constitutiva,
pueda afrontar, con visión unitaria y de conjunto, los intereses generales de
la Nación en ámbitos que son cruciales para los derechos de los ciudadanos
cualquiera que sea el territorio en que residan (educación, acción social,
ordenación del territorio, suelo y urbanismo, pero también política eco- nómica
y financiera, hidrológica o de infraestructuras..., etc.).
Y
cómo resolver la complejidad exasperante de las normas (constitucionales o
estatutarias [cuasi-constitucionales]) que definen el orden constitucional de
competencias con un sistema de doble lista (la del art. 148 C.E. y cada Estatuto
de Autonomía y la del art. 149 C.E.); de diecisiete "bloques de la
constitucionalidad" con frecuentes ambigüedades, imprecisiones y aun antinomia
cuando se interpretan -como no puede ser de otro modo- a la luz de la
Constitución.
La
necesidad de cerrar la excesiva apertura del Estado autonómico
Nuestro
complejo y políticamente delicado proceso de descentralización política
territorial ha sido profundo y sobre todo muy rápido, transformando un Estado
centralizado y centralista en uno de los más descentralizados de Europa, en el
que las comunidades autónomas gestionan ya la mayor parte del gasto público
total y han visto culminadas cotas de autogobierno que en el periodo
constituyente acaso se habían pensado como objetivos últimos del desarrollo
autonómico. Según datos de la IGAE del Ministerio de Hacienda, en 1985 el gasto
público gestionado por el Estado (excluyendo el gasto de la Seguridad Social,
un 38%) era el 41% del gasto total frente al 10% de las CC.AA. y el 11% de las
corporaciones locales. En 2010 la distribución del gasto público era: el
Estado, un 20% (excluyendo la Seguridad Social, el 32%); frente al 35% de las
CC.AA. y el 13% de las corporaciones locales.
Las
peculiaridades de nuestro texto constitucional de 1978 en lo que se refiere a
la articulación territorial del Estado, lo fueron -y en eso sí conscientemente-
en aras de un noble e histórico objetivo: construir un marco político de
convivencia en paz y democracia que ofreciera un cauce amplio y abierto a la
integración o vertebración territorial de España y pacificase la secular
cuestión territorial de los nacionalismos y permitiese poner fin al terrorismo
de ETA.
La
descentralización política que ha representado el Estado de las Autonomías ha
tenido éxito, mayor del esperado incluso, en aspectos de la cohesión
territorial de España que podrían resumirse en la vieja y secular aspiración
regeneracionista de "la redención de las provincias", por decirlo con la frase
de Ortega y Gasset: el reequilibrio de la distribución territorial de la
riqueza; la democratización capilar de la vida política española y la formación
de una nueva clase política dirigente; y la generación de mecanismos de
equilibrio de poder (frenos y contrapesos) propios de los Estados federales.
Aunque
haya generado también otros graves inconvenientes en nuestra vida política:
centralismo de nuevo cuño, fenómenos de caciquismo y nepotismo, corrupción y
despilfarro de recursos financieros, cuyas consecuencias estamos pagando hoy
con toda su crudeza con la crisis económica y financiera.
En
cambio no ha logrado el éxito esperado en el otro objetivo que estaba en la
base y origen del pacto constitucional: la vieja cuestión del modo de
articulación de la pluralidad y diversidad territorial de España, particularmente
en lo que se refiere a la integración de los nacionalismos periféricos, vasco y
catalán.
Es
una curiosa paradoja que aquello que ha suscitado mayor interés (e incluso
admiración) fuera de España -su Título VIII y la original organización del
Estado Autonómico- sea hoy, sin embargo, su aspecto más problemático y el que
abre tensiones e incertidumbres sobre el futuro de nuestra Constitución.
A
pesar de que la Constitución ofrece un amplio cauce para el autogobierno de las
nacionalidades y regiones que integran España, superior al de la mayoría de los
Estados federales de nuestro entorno, las reivindicaciones de los nacionalismos
periféricos no solo no se han estabilizado, sino que, al contrario, se han
exacerbado, tornándose cada vez más radicales y extremas.
El
precio pagado por la carencia de una idea común y compartida acerca de España
como nación en el pacto constitucional de 1978 para la vertebración territorial
del Estado y el modo de integrar en él su diversidad constitutiva, que
continuamos pagando todavía hoy, ha sido:
-
En primer lugar, un déficit de
presencia de los innegables elementos compartidos fruto de una larga historia
común, que contrasta con las políticas autonómicas de recuperación de "lo
propio" libérrimamente desplegadas. Se ha procurado -como dice el profesor
Contreras Casado- segregar obsesivamente la historia propia, como una pieza
sepa- rada del común tronco histórico, al que se olvida o se niega, como si
todo ello sirviera para solucionar un problema de identidades colectivas creado
a partir de la propia Constitución española de 1978 y para autoafirmarse en el
presente: la Historia como mito originario y legitimador, como única fuente de
toda soberanía.
-
En segundo lugar, un marco constitucional de distribución del poder político
tan abierto y flexible -consustancialmente conflictivo, permanentemente tensionado-
que deviene inestable; abocando al Estado a una casi permanente "dinámica
constituyente" y al pacto constitucional originario de 1978 a un constante
"plebiscito cotidiano", para encauzar una carrera competencial de las comunidades
autónomas siempre ascendente, en espiral, sin metas claras y
constitucionalmente asimilables, que puede acabar rompiendo la coherencia y
unidad del Estado.
La
Constitución y la articulación territorial del Estado
Así
las cosas, nuestro problema hoy es la arquitectura del Estado, apenas esbozada
en la Constitución del 78, que no define ni siquiera nombra a las comunidades autónomas,
dejando a la voluntad de cada territorio, mediante la aprobación de su Estatuto
de Autonomía, la organización, régimen y competencias de las futuras
comunidades autónomas (lo que ha dado en calificarse como la "desconstitucionalización"
del Estado Autonómico). Es el llamado principio dispositivo, verdadera clave de
arco de la organización territorial del Estado.
Esta
imprevisión del pacto constituyente (o "pacto apócrifo") ha conducido, en la
dinámica política de estos 34 años de Estado constitucional, a la
insostenibilidad de esa arquitectura. Y nuestro problema es la gran pregunta de
toda descentralización política, sea cual sea la forma que adopte, Estado
federal o Estado regional: el reparto o la distribución de quién hace qué. En
el caso español y de nuestra Constitución en el Título VIII, la conclusión es
que "todos hacen de todo", propiciado en gran medida por la tendencia de la
interpretación del orden constitucional de reparto de competencias por el
Tribunal Constitucional (y ya no digamos la práctica política) en el sentido de
transformar las competencias exclusivas en competencias compartidas o
concurrentes. Reduciendo cada vez más el ámbito de materias de competencia exclusiva
del Estado. Valga, como ejemplo, la STC 165/1994 sobre las oficinas de las
CC.AA. de representación en el exterior (frente a la STC 137/1989, F.J.3º [el
art. 149.1.3 C.E. "ha reservado en exclusiva a los órganos centrales del Estado
la totalidad de las competencias en materia de relaciones internacionales"]).
Lo
que en la Constitución estaba apenas esbozado, la dinámica del Estado
Autonómico, a lo largo de estos años lo ha ido acentuando en una deriva
centrífuga, que nos ha llevado a la insostenibilidad financiera (y me temo que
también política) del sistema de organización territorial del Estado, que la
crisis económica y financiera que estamos viviendo no ha hecho más que poner a
la luz, rasgando el velo que ocultaba, la realidad de una estructura política y
administrativa asentada sobre unas bases financieras insostenibles en su raíz.
Hay
que recordar que cuando se hace el pacto constitucional se opta por un modelo
de cobertura financiera de la descentralización política montado sobre la
irresponsabilidad fiscal de las comunidades autónomas y de las corporaciones
locales. En el cual es el Estado el que ingresa y recauda y es el Estado quien
distribuye los fondos a las entidades territoriales, a las que se encomienda,
fundamentalmente, la función del gasto. Unas Haciendas territoriales que se
convierten así, primordialmente, en Haciendas de gasto. Esto es, Haciendas
"asimétricas" en las dos funciones esenciales que debe cumplir toda Hacienda
Pública para responder con sus ingresos del volumen de gasto que deciden. Y el
Presupuesto del Estado se ha convertido en una enorme caja de distribución o
reparto de recursos. Esto, unido al proceso de asunción de competencias en los
Estatutos de Autonomía según el principio de que "todos hacen de todo", sin que
haya en la Constitución un deslinde claro de "quién hace qué", ha conducido a
que las necesidades de financiación de las Administraciones territoriales fuera
creciente y su participación en el volumen total del gasto público, también
creciente como hemos visto en las cifras anteriormente citadas. Esto, al cabo,
ha conducido a una insostenibilidad financiera, consentida y aceptada por el
Estado.
Un
elemento de equilibrio, de corrección, de racionalización y control que podría
haber sido la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, no ha funcionado en
todos los casos como cabía esperar, con perspectiva de Estado respecto de las
consecuencias políticas que resultan de sus decisiones. Inicialmente, la labor
del Tribunal Constitucional fue vencer la resistencia a la descentralización
política con una jurisprudencia que trataba de aclarar cuál era la lógica de
los preceptos constitucionales de descentralización del poder político.
A
partir de un cierto punto, sin embargo, cuando la dinámica del Estado autonómico
empezaba ya a revelar deficiencias, ineficiencias, fenómenos de mala asignación
de los recursos, duplicidades innecesarias, el TC a menudo ha seguido
repitiendo de manera mecánica, acrítica, los tópicos jurisprudenciales que eran
sus cánones tradicionales de interpretación del orden constitucional de
competencias cuando la realidad del Estado constitucional y sus problemas era
bien diferente.
Políticamente
-y esto creo que es muy importante porque lo condiciona todo-, el Gobierno de
la Nación ha sido cada vez más dependiente de los equilibrios políticos
territoriales y, sobre todo, de los partidos nacionalistas, que han
condicionado y mucho la dinámica política y la evolución de nuestro Estado
Autonómico. Es llamativo, por ejemplo, que no obstante la claridad y solidez de
la base jurídica para la actuación del Estado en la economía, en los últimos
tiempos se haya transmitido, sin embargo, la idea de que el Gobierno para fijar
la actuación de una política económica nacional que afronte la crisis económica
necesitaba, jurídicamente, la aquiescencia de las comunidades autónomas.
Hemos
podido escuchar expresiones y manifestaciones de ello en casos muy
significativos a lo largo de estos años de crisis económica. Incluso, cuando ya
la necesidad de fijar imperativamente un techo de gasto a las Administraciones
territoriales empezaba a ser evidente, el discurso oficial del Gobierno de la
Nación era que esto no se podía hacer jurídicamente sin el acuerdo y la
aquiescencia de estas.
Se
fue creando así una cultura, una idea, en la gobernación de nuestro país de que
el Gobierno estaba desapoderado incluso en aquello que le es más consustancial
como es el gobierno y dirección de la economía. El último episodio es la
reforma del artículo 135 de la Constitución de finales del verano de 2011. Una
reforma que en sí misma no habría sido necesaria si estuviera firmemente
asentada en la conciencia política general la existencia de bases jurídicas claras
que, según la Constitución, tiene el Gobierno de la Nación para llevar a cabo
la política económica nacional, la dirección, coordinación y planificación de
la actividad económica general. Sí, es verdad que en buena medida esta se
ejecuta territorialmente en muchos de sus aspectos sectoriales, pero su definición
corresponde al Gobierno de la Nación.
Es una base jurídica real, existente en
el Título VIII, con títulos muy fuertes como el 149.1.13ª, 149.1.14ª, 149.1.11ª
y 149.1.18ª C.E. entre otros, con jurisprudencia del Tribunal Constitucional
muy clara, reiterada y firme al respecto. Como lo muestra la última sentencia
del TC en esta materia sobre la Ley General de Estabilidad Presupuestaria (STC
134/2011), dictada el 20 de julio, meses antes de la reforma constitucional del
art. 135 C.E, por el procedimiento ordinario (más rápido) del art. 167 C.E.
[Ley Orgánica con mayoría de tres quintos del Congreso de los Diputados y del
Senado], en la que se reitera una vez más lo que ha sido jurisprudencia
constante en materia de política económica general del Estado, que "la política
presupuestaria forma parte esencial de la política eco- nómica general cuya
coordinación está atribuida al Estado (art. 149.1.13º).
Esta
competencia estatal es susceptible de proyectarse sobre todos los Presupuestos
del Sector público estatal, autonómico y local. Con dicha aplicabilidad no se
quebranta ni su autonomía política ni su autonomía financiera" (F.J. 14º); "la
fijación del objetivo de estabilidad presupuestaria se inscribe en la competencia
estatal del art. 149.1.13º de la C.E. y que se proyecta sobre el triple nivel
territorial de nuestro ordenamiento: estatal, autonómico y local" (F.J. 17º)
pudiendo el Estado, en consecuencia, con base en sus títulos competenciales de
dirección y coordinación de la actividad económica y de Hacienda general,
"imponer limitaciones o topes máximos al gasto público de las Administraciones
públicas", "incidiendo en las competencias autonómicas en materia
presupuestaria siempre que aquella [la medida unilateral del Estado] tenga una
relación directa con los objetivos de política económica"; todo ello "dentro de
un marco multilateral de coordinación y cooperación propio de la materia
financiera [la LOFCA], en virtud del cual las decisiones sobre la suficiencia
financiera de las CC.AA. han de adaptarse con carácter general y de forma
homogénea para todo el sistema [de financiación]" (F.J. 8º).
Creo
también, sin embargo, que políticamente, por el juego de las mayorías
parlamentarias, era difícil de imponer esta autoridad. Por eso, la reforma del
artículo 135 C.E. me ha parecido oportuna, aparte de que nos haya venido
impuesta desde la Unión Europea. Pero lo llamativo es que hayamos tenido que
llegar a este extremo para cobrar conciencia del reto que plantea una
organización política descentralizada como la nuestra ante una crisis económica
y financiera de la envergadura y profundidad como la que estamos viviendo en
estos últimos años.
El
problema es que, dada nuestra configuración política y constitucional del
Estado, políticamente no es posible, o es muy difícil, hacer reformas para una
arquitectura sostenible del Estado, definiendo con claridad la cuestión
esencial de toda descentralización política: la distribución racional de las competencias,
de quién hace qué, y cómo lo hace, de las funciones públicas, definiendo y
delimitando claramente los espacios de cada sujeto interviniente.
Esta reforma
constitucional o reforma del Estado puede ser más o menos profunda. Por
ejemplo, una reforma limitada a clarificar o reordenar el Título VIII, por la
que yo me inclinaría, porque me temo que los instrumentos que tenemos, que son
el texto de la Constitución, la práctica constitucional consolidada durante
estos años, la cultura política que se ha generado respecto del gobierno de la
nación y la propia clase política di- rigente, no parecen ofrecer los mimbres
necesarios para llevar a cabo una reforma que creo imprescindible. Porque
tenemos una estructura y funciones del Estado financieramente insostenible,
políticamente disfuncional y difícilmente competitiva en el mundo globalizado
del futuro que se avecina, donde la competición entre los Estados y la
eficiencia en la ejecución de las políticas públicas van a ser una pieza
esencial.
La
sostenibilidad financiera va muy ligada a la asunción de competencias por parte
de las Administraciones territoriales, en particular las comunidades autónomas y
la necesidad de que estas asuman una mayor corresponsabilidad fiscal.
Todo
ello requiere un cambio radical de cultura política, porque equivale a
transformar las Haciendas autonómicas, que han sido fundamentalmente Haciendas de
gasto, en Haciendas también de ingresos; es decir, equilibrando los dos brazos
de la Hacienda pública y corrigiendo el funcionamiento esquizofrénico de las
Administraciones autonómicas en la gestión del gasto público, pero sin asumir
ninguna responsabilidad respecto de allegar los ingresos o recursos necesarios
para cubrir sus propias políticas que libremente deciden en función de su
autonomía política. Lo que lleva aparejado un problema que no es fácil: ¿qué es
lo que debe retener el Estado en su función fiscal? ¿Cómo repartir los
impuestos, y cuáles, entre los distintos niveles de gobierno? Yo he sido
siempre contrario al modelo de descentralización fiscal de ceder a las
comunidades autónomas los impuestos redistributivos, los impuestos personales
sobre la renta y el patrimonio, porque eso merma la función redistributiva del
sistema tributario que es más lógico y racional que se desarrolle a través del
Estado y no a través de diecisiete poderes fiscales territoriales.
El
impacto de la crisis económica y financiera
La
profundidad de la crisis financiera y económica que desde el verano de 2007 se
ha abatido sobre los países de la Unión Europea y la erosión de la base fiscal
de los Estados está socavando no solo la sostenibilidad financiera del Estado
social y democrático de Derecho, sino también tensionando el propio modelo de
Estado en sus supuestos ideológicos (principio democrático, solidaridad social
y redistribución de la renta, garantía del mínimo vital, principio de igualdad
de oportunidades...), al poner en cuestión las aspiraciones normativas del
Estado social y las capacidades reales del Estado para hacerlas efectivas.
Como
se pone de manifiesto en la reciente reforma constitucional del art. 135 C.E.
para incorporar a su texto los límites explícitos al déficit estructural (el
3%) y al endeudamiento público (el 60%) del conjunto de las Administraciones públicas
con relación al PIB del Estado, exigidos por la Unión Europea. Límites,
ciertamente, que no serán fácilmente conciliables con los objetivos máximos del
Estado social y democrático de Derecho.
Es
cierto que la profundidad y amplitud de la crisis económica y financiera
plantea un serio desafío a la pervivencia del modelo europeo de Estado social
(y a la cultura política y social así creada) tal y como se ha ido configurando
en los años de expansión económica; desafío que no puede ser minusvalorado.
Pero sostener -como se ha dicho por algunos- que la reforma constitucional del
art. 135 C.E., por los estrictos controles al déficit y endeudamiento públicos,
destruye "los fundamentos" del Estado social y democrático de Derecho que
nuestra Constitución consagra, parece exagerado. Pues ello solo se puede
comprender desde un entendimiento sesgado (financieramente esquizofrénico) de
un Estado asentado sobre el gasto público y el endeudamiento, y en la expansión
ilimitada de las prestaciones de bienes y servicios públicos; pero que olvida
las exigencias de un gobierno sano y equilibrado de la Hacienda Pública.
Como con
mucha razón escribió Felipe González, al hilo de esta polémica, "a los
ciudadanos que se inquietan por los 'límites' a las políticas sociales, hay que
explicarles, claramente, que el mayor límite está en el endeudamiento excesivo,
que nos obliga a destinar al servicio de la deuda el dinero que necesitamos
para educación y salud para todos".
"Una
fuente importante del déficit deriva de que en España están vigentes muchas
normas que imponen a las Administraciones públicas la organización y
sostenimiento de servicios públicos de carácter prestacional muy costosos.
[...] Es bastante improbable que los desequilibrios financieros puedan
corregirse -ha escrito recientemente Muñoz Machado- si no se producen reformas
estructurales al mismo tiempo que alivien o disminuyan las referidas cargas
prestacionales y reformen los derechos que permiten exigirlas".
Conclusión:
¿Qué reforma de la Constitución?
El
desafío que tiene España hoy es una reforma del Estado (y de la Constitución)
que no tiene por qué significar una vuelta atrás al viejo centralismo, un golpe
de péndulo, sino una reforma que nos permita afrontar con éxito los retos de
nuestra pertenencia a la Unión Europea y Monetaria y de un escenario
internacional globalizado y cada vez más competitivo. Soy y he sido siempre un
convencido de las ventajas del Estado autonómico como cauce para el problema
secular de nuestra vertebración territorial de la histórica pluralidad
constitutiva de España. Creo que ha sido positivo en muchos aspectos, pero que
por nuestra mala cabeza ha funcionado mal y que debería ser corregido en el
diseño y reparto de las competencias para evitar duplicidades e ineficiencias
en la gestión de las políticas públicas.
Es
necesaria una definición más clara y sencilla, más funcional, de la distribución
constitucional de competencias entre el Estado, las comunidades autónomas y las
Administraciones locales, que podría hacerse por la vía más rápida y menos
costosa políticamente del art. 167 C.E., mediante una Ley Orgánica de
modificación del Título VIII de la Constitución [aprobación por mayoría de tres
quintos de cada una de las Cámaras y posibilidad de ser sometida a referéndum
cuando así lo soliciten una décima parte de los miembros de cualquiera de ambas
Cámaras], como acaba de hacerse con la reforma del art. 135 C.E. referente a la
introducción de la regla de estabilidad presupuestaria, sin entrar
necesariamente en otros aspectos más sensibles, como el art. 2 C.E., que requerirían
el procedimiento agravado del art. 168 C.E. (aprobación por mayoría de dos
tercios de cada una de las Cámaras, disolución inmediata de las Cortes,
aprobación del nuevo texto constitucional por una mayoría de dos tercios de
ambas Cámaras y ratificación por referéndum).
Difícilmente
tendremos un modelo de Constitución territorial más abierto, flexible y
dinámico que el Estado autonómico que se deriva de la Constitución y de los
Estatutos de Autonomía. Me temo, pues, que algunas propuestas de reforma en la
búsqueda de un federalismo (el "fetichismo de un nombre") que articule la
"asimetría", los llamados "hechos diferenciales" (¿y solo los de Cataluña, País
Vasco o Galicia?), deduciendo precisas consecuencias jurídicas de la distinción
entre "nacionalidades" y "regiones" de que habla el art. 2 C.E. (rompiendo la
tendencia a la igualación de las comunidades autónomas que ha presidido el
proceso autonómico durante todos estos dos) acabe por crear nuevas y más graves
tensiones entre los territorios que integran España como Nación o por
"descubrir" el Estado de las Autonomías acaso a un nivel siempre superior de
autogobierno, llamándole Estado Federal a lo que material y funcionalmente ya
lo es.
Como
escribió Montaigne en sus Ensayos, "el que se mete a cambiar las formas y las
leyes de su país, usurpa la autoridad de juzgar y ha de estar seguro de las
faltas de lo que desecha y del bien de lo que aporta".
[*]
Álvaro Rodríguez Bereijo fue presidente del Tribunal Constitucional y es Catedrático
de Derecho Financiero y Tributario en la Universidad Autónoma de Madrid
[*]
Texto de la ponencia presentada en el curso "Elementos para la
reforma del Estado", dirigido por Ignacio Astarloa, Campus FAES 2013.
Guadarrama (Madrid), sábado 6 de junio. Reproducida por Diariocrítico con
permiso de FAES.