sábado 21 de diciembre de 2013, 10:53h
Para
unos la Navidad es una luz que viaja por la oscuridad del cielo
anunciando el nacimiento del salvador. Para otros una ensalada
multicolor de destellos clavados en las paredes, o en el viento, que
encienden la agonía de los escaparates. En las calles peatonales
estos protagonizan un estereotipo ansiado, el de esas figuras que
rasguean las baldosas con una o varias bolsas en la mano. Para
algunos, o muchos, esas luces de las calles, o esa estrella, les da
más hambre. Se vuelven adalides del langostino plebeyo, y mientras
el yeso dulce y pegajoso de los polvorones se duerme en los labios,
tienen tiempo de sentir una nostalgia.
Para
otros la Navidad es una luz sin luz. Tanto destello solo consigue que
sientan en su corazón la voz de la penumbra. Y se entristecen con
todos los símbolos y se amargan con todas las canciones. Sienten que
las navidades son un regalo lleno de ausencias. Y para otros las
navidades son sobre todo tiempo de huida. Se alejan de aquí en busca
de una luz lejana que pueda hacerles olvidar el veneno de los labios
de los días, o solo el descanso que hay en la distancia y el olvido.
Para
mucha gente, quizá cada día más, la Navidad también es el peor
anuncio de su propia indigencia. Una escasez producida por el sistema
cruel económico en el que vivimos. Ahora el capital puro y unido,
invasor, piensa que se pueden tirar al vertedero de la historia los
dos últimos siglos. Y aquellos que el sistema sumerge en el lodo,
como cajas inservibles, no saben si sentirse peor sentados un
instante a la mesa del rico, o cuando la caridad se vuelve abundante
pero todo el mundo se olvida de la justicia.
Para
mí, como para muchos, la Navidad suele ser tiempo de recogimiento.
Sobre todo de aumento de la lectura. Me encanta leer frente al
ventanal del invierno, sintiendo el secreto de la niebla, percibiendo
que el frío me crea la coartada del gozo del refugio. Como ahora,
cuando leo a Emerson y encuentro muchas palabras que hablan de otra
luz que está tan adentro que no es fácil poder reconocerla.
Es
una luz que llama del alma, es decir del pensamiento. Una luz
atrapada en la cárcel de la conciencia, pero que a la vez puede
liberarnos. Porque el tiempo y el espacio no son sino colores
fisiológicos que el ojo fabrica, pero dentro, quizá como el
recuerdo lejanísimo de una intuición, hay una luz tan propia que no
necesita intermediarios para conocerse. Puede alumbrar en el caos y
en la oscuridad. Puede absolvernos de nosotros mismos, mantener el
triunfo de los bellos principios, y sobre todo ayudar a sentir, en
medio de la multitud, que es posible mantener con impecable dulzura
la independencia de la soledad. Como dice Emerson, afirma tu
personalidad y no imites jamás.